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En el momento que me bajé del coche supe que en aquella ciudad iba a ser feliz. Tenía diecisiete años, nunca había vivido solo y mucho menos fuera de Menorca. Mi destino era el piso de la señora Nieves, la patrona que nos acogería como inquilinos a pensión completa al futuro médico de Alayor, mi entrañable Miguel Gelabert y a mí, muy cerca del Puente de los Gitanos. Pero antes de eso tuve ocasión de echar una ojeada a la plaza del Salamero, donde -dato crucial-,encontraría entradas para acudir a la Romareda y ver en vivo y en directo al legendario equipo de «Los Magníficos», donde Villa y Lapetra configurarían un ala izquierda descomunal. Sería también mi primera entrada en un campo de fútbol de Primera División.

Después de cerciorarme de la ubicación de aquel cofre del tesoro, aún tuve tiempo de echar una ojeada a los soportales del majestuoso Paseo de la Independencia, principal arteria urbana de la imperial Cesaraugusta, siempre burbujeante de actividad y, lo más importante para un joven nada desbravado, repleto de hermosas muchachas que prometían románticas historias fuera de los corsés familiares y sociales de aquella época pacata. Hablamos de octubre de 1966, años febriles en los que se incubaba el apasionante mayo del 68, años de cuestionamiento de convenciones y tabúes en los que constataría la dura realidad de una dictadura que nos constreñía todos los poros. En aquellos años conoceríamos alocadas carreras delante de los grises y alguna que otra visita a la comisaría en las que como buen cobardísimo me esforzaba por parecer buen chico y salir indemne.

Pero acababa de llegar a mi nuevo hábitat y pronto me apercibiría de una peculiaridad que nunca ha dejado de asombrarme: la inmensa capacidad de acogida franca y cordial al forastero de las gentes de Zaragoza. Lo comentaba el pasado viernes en la presentación de mi novela en el FNAC de la calle del Coso, muy próxima al mítico Tubo, mientras trataba de explicar la sensación de «comienzo de una bonita amistad», como en Casablanca, con los responsables de la editorial que aceptaron con presteza mi relato para publicarlo en su colección «Sueños de tinta». Con el bagaje de mi larga y fructífera relación con los maños, enseguida me di cuenta de que esta no sería una relación editor-escritor al uso. Al igual que décadas atrás, me habían adoptado como un zaragozano más, digno de ser invitado a los guateques con «un sorbito de champán» y «mis manos en tu cintura», y ahora a publicar un libro a las primeras de cambio. Fue una sensación indescriptible reunir y abrazar a los/las supervivientes de aquellos escarceos erótico-amistosos que habían acudido al reclamo de aquel exótico isleño que un lejano día irrumpió en sus vidas.

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La velada fue también una vuelta a la felicidad perdida durante los años de pandemia, una evasión en toda regla de miedos y zozobras guerreras, horas en que la nostalgia no fue un error sino elixir de vida. Volvíamos también a viajar, a experimentar la sensación de molicie del hotel, a los paseos sin rumbo, a los días sin televisión, a las visitas a las librerías    no solo para conocer novedades sino para comprobar si tu libro estaba o no en los escaparates, vuelta también a los sabores nunca olvidados de las migas con uva y longaniza, al ternasco horneado, al guiso de jarretes, al pastel ruso de Ascaso, vuelta, en fin, a la vida sin trifulcas políticas, sin epidemias… sin guerras, con amigos, con una alegría robada a un ciclo demasiado prolongado de penurias y zozobras, de virus asesinos y sátrapas enloquecidos.

Curiosamente, a casi todos (setentones todos, claro está) se nos han quitado las ganas de viajar al extranjero, en lo que parece una consecuencia psicológica de los años pandémicos y ahora de guerras y desabastecimientos. Supongo que se nos pasará el canguelo, pero me tranquilizó que no se tratara de una percepción solo mía sino generacional, no como la euforia futbolística del fin de semana, personal e intransferible, en el que volvió en mejor Barça en el mejor momento, para redondear un viaje apoteósico. Por fin una xalada total, sin cortapisas.

Quiero volver a mi segunda patria chica, aunque solo sea para desmentir al prematuro epitafio de mi personaje novelesco. Y me da lo mismo si vuelvo a engordar, como ahora mismo, un par de kilos. Sí, creo que con una pizca de suerte volveré a Zaragoza. Sin ir más lejos, para la feria del libro en el próximo mes de junio, y trataré de acrecentar encuentros y risas. Somos mayores, pero, a pesar de los pesares, no hemos perdido las ganas de vivir.