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En el ya lejano verano de 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió un ensayo que originó una polémica que aún perdura. De vez en cuando surgen apelaciones al trabajo de Fukuyama que en síntesis venía a decir que con la caída del muro de Berlín terminaba la historia (leyenda) del comunismo como sistema capaz de acabar con las desigualdades del mundo, que no hay alternativa al mercado libre y mucho menos a la democracia liberal. Según el politólogo estábamos ante el último paso de la evolución ideológica de la humanidad, todo atado y bien atado a favor del capitalismo y la democracia «burguesa», tal y como la denominaba despectivamente la izquierda irredenta.

Confieso que me creí (compré, se diría hoy) la tesis de Fukuyama que en su momento me pareció plausible e ilusionante, el desiderátum para nuestra joven democracia tan anhelada: una alternancia pacífica y democrática entre populares y socialdemócratas mientras los comunistas parecían domesticados mediante el llamado eurocomunismo y Blas Piñar lanzaba las últimas proclamas franquistas desde la tribuna del Congreso entre la indiferencia general de la prensa canallesca (según el atildado notario), que enseñaba el colmillo de la indiferencia y la burla ante la inflamación retro del único representante de la extrema derecha en el Congreso, que acabaría haciendo mutis por el foro.

Los «tontos útiles» del consenso progre nos las prometíamos muy felices con esa democracia aburrida que se avizoraba y que nos venía muy bien para templar los ánimos después de una Transición tormentosa, llena de malos augurios, como la terca y sangrienta persistencia de ETA, el ruido de sables cuando Suárez legalizó audazmente el Partido Comunista, la matanza de abogados laboralistas en Atocha y finalmente el golpe de Estado del 23-F, militar por supuesto. Vendrían los años de buen gobierno de Felipe González y sus jóvenes «nacionalistas», como les llamó Washington y los períodos de sana alternancia con el Partido Popular, hasta que el hastío de problemas irresueltos y cierta ansiedad por la pérdida de valores clásicos nos lleva a desembocar en la masiva irrupción del llamado populismo. Surge potente la extrema derecha en Europa y Norteamérica mientras en España nos creíamos protegidos por la vacuna de recuerdo del franquismo. Vana ilusión.

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Todos conocemos la parafernalia populista con su nacionalismo exacerbado y erosión de libertades civiles, aun con elecciones al uso, constituyendo lo que ha venido en llamarse democracias i-liberales, de las que tenemos algunas muestras en la mismísima Unión Europea, como Polonia y Hungría, donde se cercenan las libertades y pretenden imponer sus propias leyes a las de la Unión porque no creen en el proyecto europeo, aunque intentan permanecer porque les interesa demasiado el paraguas económico de la UE. El papel de Vox en todo este entramado es actualmente la pregunta del millón, aunque desde luego sean patentes sus escasas simpatías por el proyecto europeo, o sus poco disimuladas intenciones de ilegalizar cualquier atisbo de nacionalismo que no sea el español.

El sueño de Fukuyama, que era el mío, se ha ido al traste de forma (¿definitiva?) por el delirio de la «Gran Rusia», pero también por los propios errores de la Unión Europea tras la caída del Muro de Berlín. Rusia, país resentido que nunca ha conocido la democracia (pasó de los zares al comunismo y finalmente a los cleptócratas), en aquellos momentos se sintió profundamente humillada, terreno propicio para gobernantes «sin complejos» como el malhadado Vladimir, fuente de nuestros insomnios actuales. Y mucho me temo que ya no tenemos el cielo protector de Norteamérica que nos acune (suficiente trabajo tienen los yanquis tratando de domesticar el trumpismo).

Observamos la guerra de Ucrania con el corazón encogido no solo por el sufrimiento de los ciudadanos ucranianos sino también por el pavor a un accidente que provoque una tercera guerra mundial. Si la deriva actual de la guerra no favoreciera demasiado los planes rusos, mejor no volver a caer en el error de bailar sobre su tumba, como se hizo tras la caída del muro de Berlín, ni emprenderla a insultos y descalificaciones como hace un extraviado (¿senil?) Joe Biden, sino tragarse el sapo y tratar de acercarse a Moscú y dialogar, aunque solo sea por el muy humano miedo a la conflagración nuclear que acabaría de un plumazo con nuestra civilización.

O frenamos el populismo o un día irá a por nosotros, como temía el pastor Martin Niemöller en su celebrado poema: «Primero vinieron a llevarse a los socialistas y guardé silencio porque yo no era socialista. Luego encarcelaron a los socialdemócratas y guardé silencio porque yo no lo era. Más tarde vinieron a buscar a los sindicalistas y no protesté; luego vinieron a llevarse a los judíos y tampoco dije nada porque yo no era judío. Finalmente vinieron a por mí y ya no había nadie más que pudiera protestar…».