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Confieso que soy muy crédulo. O ingenuo. O ambas cosas a la vez. Ya de pequeño  apuntaba maneras: me aseguraron que, si comulgaba nueve primeros viernes de mes seguidos tendría el cielo asegurado, por lo que, ni corto ni perezoso, completé el ciclo por lo menos cinco veces. Luego estaba aquello de la ceguera si pecabas solitariamente en exceso y dejé tan divertida como peligrosa práctica. Cuando mi padre enfermó yo rezaba y rezaba esperando el milagro que no llegó, pero no por ello dejé de creer, aunque sin demasiado entusiasmo.

Al llegar la hora de emigrar como estudiante en años de grandes esperanzas (cursos del 66 al 72, puro sesentayochismo), todo cambió. Abandoné pasados dogmas para apuntarme a los valores emergentes de la época: una subversión que me rozó (solo pasé por comisaría un par de veces), un amor libre que no caté, un cineclub con películas polacas de hondo contenido social en las que no entendía nada, pero hacía como sí, todo ello sin dejar nunca mis obligaciones, sabía que en mi casa, sin estar mal, no se nadaba en la abundancia y no quería ser una carga para mis padres: no podía perder cursos jugando al escondite con los grises.

Pero iba de credulidades y me reafirmo en ellas. Y es que confiaba en mis padres, educadores y en general en todas las instituciones de gent sèria y cómo no, creía en los valores que nos había infundido el Instituto. Confieso que la más útil de todas mis creencias fue la de confiar plenamente en lo que nos proponía el profesor Hernández Mora, profesor de Literatura, nada menos que desprendernos del libro de texto y leer, leer y leer. Deberíamos rellenar unas fichas bibliográficas sobre los libros leídos y lo más estimulante de todo, cumplimentar unas tarjetas conceptuales, es decir frases que nos hubieran llamado la atención e irlas almacenando en un cajón de zapatos que oficiaba de archivador. Batí todos los récords, creo recordar que reuní más de mil fichas, en aquel asilvestrado curso de sexto de bachiller. «Debí darte matrícula de honor», me confesaría años más tarde el profesor con su peculiar pronunciación, pero «fuisteis una tribu de balubas» (grupo étnico bantú de la República Democrática del Congo, me ilustra mi teléfono) …

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Entusiasmado con el advenimiento de la democracia en España, traspasé mis credenciales de crédulo contumaz al Sistema, es decir a la Política. No me creía a los agoreros que me hablaban de rupturas de la patria, corruptelas infinitas, ineficacias flagrantes, vividores desvergonzados… No, no era posible que viniendo de donde veníamos, de la noche de los tiempos alfombrados de caspa, aquello que tanto nos había costado conseguir se hubiese convertido en un nido de víboras.  Era tal mi entusiasmo que incluso llegué  a pronunciar una conferencia en el Ayuntamiento de Mahón con motivo del vigésimo aniversario de los ayuntamientos democráticos titulada «Elogio de la política»…

Últimamente, mis dotes para una credulidad infinita han sido puestos a prueba en dos ocasiones especialmente delicadas, la pandemia y más recientemente, la guerra de don Vladimir. En la primera de ellas, me apiadé del Gobierno, tan tiernecito el pobre, acabado de estrenar y me creí al señor Illa, el ministro de la cosa. Ni se me pasaba por la cabeza ponerme en contra, como tampoco lo hubiera hecho con un gobierno de distinto signo. Un día, de consulta con un colega, sufrí un auténtico shock, cuando bajando la voz y cogiéndome del codo hizo un aparte y me susurró sus sospechas de que todo esto de la pandemia era un montaje de las grandes farmacéuticas en combinación con los ricachones del planeta. Aunque no llegó a mencionar al presunto chip introducido con la vacuna ni a Hillary Clinton y sus comandos come niños, mi cara de estupefacción debió de ser tan expresiva que optó por cambiar de tema.

Creía que en temas conspiranoicos no se podría ir más allá, pero ayer, ahora mismo, me cuentan que la redes, esa tóxica  feria de las vanidades y postverdades, está infestada de negacionistas en el asunto de las tropelías rusas en Ucrania, segurísimos de que lo todos hemos visto en los medios de comunicación serios, que todo esto, dicen, no es más que un montaje de los poderes ocultos de Occidente. Y paso del galimatías político en nuestro país al respecto, que parece reunir a los dos extremos del espectro político, izquierdosos irredentos y salvapatrias de la derecha, en el cuestionamiento de las posturas de la Unión Europea.

Pues lo siento, sigo siendo un creyente en las instituciones de los países impecablemente democráticos, y en sus medios de comunicación acreditados, aquellos que no se dedican a enfangar el territorio sino a buscar la verdad, que en este asunto está más que clara. El agresor desalmado es Putin y su camarilla.