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Ahora mismo las podemos encontrar en todos lados, por los suelos, y no solo porque están a buen precio en cualquier supermercado, sino literalmente por tierra, tiradas en aceras, arcenes, caminos. Sí, son las mascarillas, nuevo residuo, elemento a punto de pasar de moda el día 20, aunque en la práctica ya lo ha hecho, por mucho que la decisión legal espere a que finalice la Semana Santa y que los expertos alerten de que el virus sigue suelto. Pero hace nada, aunque se haya hecho muy largo, no había mascarillas de ningún tipo, y mientras la buena gente se reunía en torno a máquinas de coser para convertir retales en el tan escaso cubrebocas y narices, entre el miedo y el caos de los primeros y desastrosos meses de la pandemia, muchos encontraron el momento idóneo para sacar tajada y hacer suculentos negocios.

Las administraciones, la estatal y las autonómicas, se lanzaron a la búsqueda de ese material de protección en aquel ‘mercado persa’ nos decían, de tiras y aflojas internacionales, aviones cargados desde China e incluso desviados o retenidos en aeropuertos, todo el mundo quería su seguridad y pasaba del prójimo; el estado de alarma amparaba saltarse las normas básicas de contratación.

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Hay causas, como la querella de la Confederación Estatal de Sindicatos Médicos contra el exministro de Sanidad, Salvador Illa, por haberles proporcionado mascarillas defectuosas, que siguen su curso, ahora en el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya.

La familia de la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, también está en el punto de mira por haber sacado presuntamente ventaja, sus amistades, del triste negocio de las mascarillas, del que ahora también conocemos a otros dos comisionistas, los empresarios Luis Medina y Alberto Luceño, que se gastaron las ganancias en bienes de lujo.

No se debe hacer borrón y cuenta nueva de una gestión, en muchos casos dudosa, de esta pandemia. Los carroñeros que se aprovechan de la desgracia ajena no deben irse de rositas.