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En mi periplo por tierras aragonesas para la promoción de mi última novela me preguntaron a menudo por el personaje de Etelvina, importante, sin duda, aunque no central, y también por las numerosas invocaciones a Dios del protagonista, aparentemente    agnóstico. Por ejemplo, en una entrevista en una librería de Teruel:                                                                             

«-¿Qué te hace pensar que el personaje, en vez de pedirse cuentas a él mismo y a su trayecto por la vida o a intentar elucubrar qué haría, sabiendo lo que sabe, si volviese a nacer como lo que fue? ¿Qué te lleva a que él, todo eso se lo pregunte a un Dios al que nunca ha otorgado una pizca de credibilidad?

-Supongo que se trata de un condicionante generacional. A nosotros nos apabullaron a misas, novenas, ejercicios espirituales y primeros viernes de mes y lo peor de todo, nos incrustaron un penoso sentimiento de culpa… ¿Qué menos que pedirle cuentas, o ayuda, a este Dios tan severo cuando uno se encuentra ante el último viaje?

-¿Es una manera de exorcizar sus miedos y frustraciones?

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- Para    esto ya estoy vacunado, piense que soy del Barça.»

Un poco de broma nunca viene mal, sobre todo en tiempos futbolísticos aciagos. Al fin y al cabo, es lo que intenta reiteradamente Manuel Acedo, el protagonista de la novela que trata de poner al mal tiempo buena cara. Y ahora, mientras escribo estas líneas en pleno Viernes Santo, rememoro estampas de los viejos tiempos en que la religión era el cañamazo que ordenaba nuestras vidas. El otro día intentaba explicarle a mi nieta algunos aspectos de la vida de Jesús, y comprobé lo poco que saben hoy día los chicos de la extraordinaria vida y milagros del Nazareno, figura de capital influencia en el devenir de la humanidad. Lo que agobió a los de mi generación, apenas ocupa una ínfima esquina en el cerebro de los niños-adolescentes de hoy.

Y si    en nuestra infancia fue una grosera manipulación de nuestras incautas mentes hoy día la desidia tampoco es buena consejera en un tema tan trascendental como el de los valores, en el que la figura de Jesús adquiere una dimensión importante. En un mundo donde lo nuevo abruma, se produce, según el filósofo alemán Byung- Chul Han, un vacío simbólico en el que se pierden aquellas imágenes y metáforas generadoras de sentido y fundadoras de comunidad que dan estabilidad a la vida. Y eso es precisamente lo que nos ofrece la vida y pasión de Jesús, sentido, que hoy se diluye en las prisas, la obsesión por el rendimiento, la autenticidad o la creatividad.

Aunque no estoy dotado para creer en lo sobrenatural (dioses, patrias y demás sublimaciones), el rastro de la vida y milagros de Jesús siempre me ha acompañado, confiriéndome    un carácter de cristiano agnóstico que nunca logró comprender el padre Cots, quien me reñía con cierta asiduidad por mis libertinos artículos, aunque sí, creo, el padre Macián, que se limitaba a sonreír. Ese inusual carácter de cristiano agnóstico ha propiciado un prodigio que nunca agradeceré bastante, y es que incapacita absolutamente para el rencor. El perdón a los enemigos y el amor a tus semejantes (aunque me conformo con que sean sentimientos de buena vecindad), constituyen un legado tan soberbio como ineludible, porque lo tengo muy claro: sin rencores se vive infinitamente mejor. Hace ya mucho que perdoné a mis deudores y nunca me he arrepentido de ello.