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El nuevo paso dado por Felipe VI hacia la modernización de la monarquía para combatir a quienes la consideran una institución anacrónica y poco útil es otra decisión que le distancia del fango paterno, no ya por el resultado del reinado del emérito, sino por las dudas que han dejado esas corruptelas hasta menoscabar sus logros, que fueron muchos e importantes.

El ejercicio de transparencia del rey al revelar tanto su patrimonio como el dinero del que dispone pretende naturalizar a la institución que ahora también va a quedar sometida al Tribunal de Cuentas. Sus balances podrán ser fiscalizados como los de cualquier otro organismo, una medida necesaria si nos atenemos a su precedente más cercano.

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Incluso el rey debería ir más allá en ese proceso de subordinación a los aparatos de control del Estado para normalizar su presencia. ¿Por qué no un debate anual sobre la gestión de la corona, o por qué no responder a la prensa en una comparecencia navideña o estival, y no como hacía su padre concediendo entrevistas seleccionadas a periodistas de otros países?

Propia o aconsejada, la iniciativa de Felipe VI para mejorar la conexión de la monarquía con el pueblo no concuerda, sin embargo, con la de haber excluido a  algunos de los partidos representados en el Congreso, a la hora de facilitar la información previa sobre la institución con el argumento de que Esquerra, Bildu y compañía son formaciones anticonstitucionalistas.

Habituado a desplantes vergonzosos en Catalunya desde su intervención en el golpe de estado de 2017, Felipe VI siempre ha observado una actitud respetuosa y ha mantenido el tipo. Por eso, porque conoce el terreno afín y el hostil que pisa a diario, dejar fuera de los canales previos de comunicación a las formaciones que lo ningunean da carnaza a sus contrarios. Sean o no constitucionalistas, quieran o no destruir el Estado, siguen en el arco parlamentario y son españoles, mal que les pese a ellos.