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¿Cómo se llaman esas personas que creen que todo el mundo les persigue?» pregunta un personaje de Woody Allen. «‘Perspicaces’, contesta otro»… Encuentro esta cita y el artículo que la sustenta cuando ya no me hace falta, o algo menos que cuando buscaba título para mi última novela. Como el protagonista tenía que palmar a plazo fijo, mis pesquisas me llevaban a un viejo artículo que hacía referencia a las últimas palabras de grandes personajes. No lo encontré en su día y hoy, con la novela ya publicada y sin pretenderlo, me doy de bruces con él, entre rimeros de papeles, y puedo rememorar lo que su autor, Javier Cercas, escribía sobre Paranoico Pérez (podría ser Pons o Allen), un escritor ágrafo que cada vez que Saramago publicaba una novela le acusaba de haberle robado la idea, como nos ocurre muchas veces a los escritores de tres al cuarto.

En el artículo de marras («Más razones para no aspirar a ser un gran hombre». «El País» Semanal, fecha indeterminada), Cercas pretendía compilar una antología de las últimas palabras de grandes hombres, idea concebida cuando era un niño y veía agonizar a su abuelo, quien en sus últimos momentos pidió a grito pelado un pitillo cuando ninguno de los presentes le había visto fumar en la vida. En su divertida columna, el articulista acudía al gran poeta norteamericano Walt Whitman, quien después de años preparando una última gran frase solo se le ocurrió gritar «¡Mierda!» cuando la Parca le acosaba ya fatalmente, en lo que parece un grito muy razonable dada la situación…

Decía al principio que el encuentro con este artículo había sido fortuito, pero me doy cuenta de que a lo mejor no lo ha sido tanto. La verdad es que estaba buscando tema para el artículo sabatino y cuando esto me ocurre (la sequía), me pongo a revolver papeles cómodamente sentado en mi sillón de lectura. Fue así como me topé con la ingeniosa frase con la que Woody Allen define la paranoia, hoy día una plaga, dada la entusiasta irrupción de negacionistas de toda laya, convencidos de que el mundo conspira contra ellos. Y de ahí a seguir por los vericuetos del humor no había más que un paso que no he dudado en dar, necesitado de hacer saltar el bucle de melancolía que nos envuelve entre lamentos pandémicos y tambores de guerra. Por eso, por las ganas de sonreír, y hacerlo acompañado, es por lo que no resisto la tentación de traer a colación la despedida del legendario asesino ruso  Vladimir Keroukian, quien fue instado a abjurar del demonio por un clérigo, a quien contestó: «No es el mejor momento para hacerse enemigos»…

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Me he referido en alguna ocasión en la ola de susceptibilidad que hoy día amenaza a cualquier muestra de humor más o menos irreverente, y a su corolario, la llamada cultura de la cancelación, por la que se censuran las manifestaciones artísticas o filosóficas  que puedan contener una ofensa a los principios (prejuicios) de los jóvenes cachorros de las élites norteamericanas, lo que nos lleva, para terminar esa incursión por el resbaladizo territorio del humor, precisamente a sus límites. Hace unas semanas falleció un cómico, Gilbert Gottfried, cuya actuación más recordada fue a las tres semanas del 11-S norteamericano. Así tanteó Gottfried las tragaderas del público: «Tengo un vuelo a Los Ángeles, pero hace escala en el Empire State». Ni que decir tiene que el chiste fue recibido con más estupor  y abucheos que risas.

El humor, como la poesía, no se puede explicar, de hecho, el humor sería la poesía del artículo periodístico o de cualquier relato que se precie. Para captar un chiste se necesita cierto sentido, el sentido del humor, precisamente, que en contra de lo que se suele pensar, no es universal, sino variable de persona a persona. El humor siempre es sorpresivo, lo ordinario no da la risa. El ingenio verbal consiste en dar con lo inesperado, al decir del dramaturgo mejicano Hugo Hiriart. Lo sabía muy bien el muy ocurrente Oscar Wilde cuando afirmaba: «La diferencia entre un capricho y una gran pasión es que el capricho dura más». Pero volvamos a las últimas palabras para descalificar todo cuanto acabo de escribir. Afirma Cioran en uno de sus célebres epigramas: «Innegable ventaja de los agonizantes: poder proferir trivialidades sin comprometerse». Y el remate con George Bernard Shaw: «Cuando, en este mundo, un hombre tiene algo que decir, la dificultad no está en hacérselo decir, sino en evitar que lo diga demasiado a menudo». Así que me callo.

P.S. Mi primo Paquito Félix no necesitó de frases solemnes para irse con la dignidad con la que vivió. Bon viatge, cosí.