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Pere Calders i Rossinyol nació en 1912, dos años antes que mi padre. Podría haber sido mi padre literario, pero creo que no lo fue del todo. No era suyo el primer relato fantástico que leí en mi vida, pero fue uno de los primeros. Lo leí en la revista Tele Estel, cuando tenía 18 años y cursaba Preuniversitario en Mataró y Barcelona. Se titulaba «La rebel·lió de les coses», y contaba cómo todos los objetos cobraban vida propia y se estropeaban, tal vez porque los humanos nos habíamos olvidado de la naturaleza. Un cuento entre futurista, precursor de lo ecológico, emparentado con la mejor literatura fantástica y pionero de lo que se ha llamado «realismo mágico». Sin embargo mis primeras lecturas fantásticas fueron anteriores a Calders: Swift, Poe y Lewis Carroll. Posterior a él fue García Márquez y Mercè Rodoreda, y luego me leí todas las obras de Pere Calders, incluso la última, inacabada, y conocí a Perucho, que también pudo ser mi padre literario y ejerció de ello en cierto modo. Pero antes conocí a Pere Calders. Lo conocí personalmente, cuando se había establecido en Barcelona tras permanecer 23 años en México, donde se casó con Rosa Artís y nacieron tres de sus hijos; dos hijas y un hijo. Tessa Calders tenía un año menos que yo (creo que todavía lo tiene) y como yo estudiaba en la Universidad de Barcelona. Pere Calders ya era conocido como el mejor autor de relatos cortos de nuestra literatura y ejercía de dibujante. Había ganado los mejores premios de narrativa catalana, pero su gran impulso público le llegó en 1978 con el estreno de «Antaviana», obra de teatro sobre sus cuentos, por parte de Dagoll-Dagom. Después obtuvo la Creu de Sant Jordi, el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes y el doctorado Honoris Causa por la Universitat Autònoma de Barcelona.

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La casa de Calders rebosaba magia, ingenio, ironía, absurdo, talento, dibujo y timidez por su parte, algo que comparto casi en su totalidad, pese a que nunca tuve su finura ni su prudencia. Calders nunca fue violento, siempre fue tierno. Era el mejor abuelo del mundo, y yo debo de ser el peor. Otra cosa que comparto con él es su cualidad de goloso, se pirraba por los pasteles, y yo vendería mi herencia no por un plato de lentejas sino por un buen soufflé o una ensaimada mallorquina. Alguien dijo que si Pere Calders no hubiera nacido catalán, si hubiera sido inglés, pongamos por caso –Peter Kalders–, hoy sería considerado como uno de los mejores escritores del mundo. Yo creo que lo es.