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Francina Armengol anunció la semana pasada una prueba piloto para implantar la semana laboral de 32 horas si es reelegida. El anuncio abrió la caja de los truenos empresariales y además, al realizarse en momento preelectoral, que es como vivir en un perpetuo dia d’enganar salpicado de promesas millonarias, se perdió en la marabunta de ideas para unos, ocurrencias surrealistas para otros.

El caso es que se trata de un experimento que ya están estudiando o llevando a cabo otras comunidades. La ciudad de Valencia lo tiene en marcha durante este mes, aprovechando cuatro lunes festivos, y el gobierno vasco también plantea este ensayo práctico de semana laboral de cuatro días, sin reducción de salario y sin incremento de horas, con una evaluación final de los efectos sobre los trabajadores y la productividad.

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Otros países nos llevan la delantera en innovación laboral, porque al final, se trata de eso, de no perpetuar sistemas de funcionamiento por aquello de que «más vale malo conocido que bueno por conocer». Reino Unido ya llevó a cabo en 2022 la mayor prueba mundial sobre la semana laboral de cuatro días con excelentes resultados: muchos empleados se interesaron ellos mismos por mejorar la eficiencia y se redujeron un 65 por ciento las bajas por enfermedad. Con el ensayo organizado por la plataforma 4 Day Week Global se disipó una de las mayores dudas de las empresas, y es que sus ingresos apenas variaron e incluso hubo un pequeño aumento del 1,4 por ciento de media.

Por descontado que la vida familiar y social, o incluso la formación y otros intereses que pueden redundar en beneficio del trabajador pero también de la empresa, salieron ganando con la prueba. No es tan descabellado por tanto abrirse al cambio, apoyados como estamos por la tecnología; las vacaciones pagadas eran una locura cuando se aprobaron en 1931, siete días anuales, ¿quién renunciaría ahora a su mes de asueto retribuido? Tenemos la fortuna de poder debatir y probar, en otros lugares del mundo la explotación es la regla.