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Carlos III de Inglaterra llaman al tipo que coronarán como rey de los británicos en una ceremonia con rancios aires del pasado que, sin embargo, sigue emocionando a mucha gente. Provoca incluso la reverencia que, como dijo Spinoza, es una pasión compuesta de miedo y admiración. Quizás la plástica y el relato novelesco que acompañan a la realeza son su mejor argumento para resistir más de 200 años después de que los principios de la revolución francesa y la imagen de la guillotina se expandieran por el mundo.   

No me llama la atención la parafernalia, antes me ahuyenta, sino la resistencia que muestra la monarquía parlamentaria y que también se ha asentado en nuestro país, donde el rey es bastante más modesto, aquí lo proclamamos, no lo coronamos, detalle que conduce a la Edad Media.

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Lo que me sorprende es la noticia surgida en los aledaños de esa pompa anacrónica, siete entre las diez democracias más avanzadas del mundo están regidas por monarcas o, lo que es lo mismo, hay un rey o reina al frente, a veces de forma simbólica como en Canadá o Australia, que no toma decisiones ni se entromete en el gobierno y posiblemente ahí reside la clave de la longevidad del sistema. El que no decide no se equivoca, aunque la omisión sea también en ocasiones una forma de errar.

Y si alguna vez da la cara más allá de los formalismos de presidir y saludar, el riesgo de que se la partan es elevado. Que se lo pregunten a nuestro Felipe y el famoso discurso del 3 de octubre, que resultó controvertido hasta para los equidistantes.

Es cierto que la monarquía es un concepto reñido con la modernidad, pero también que procura más estabilidad que las repúblicas donde a falta de rey se aposentan presidentes tiranos que se apoderan de la soberanía a través del voto o son menos respetados porque, al fin y al cabo, son uno más y muy pasajero.