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Pero    no    estoy seguro si te querré igual mañana. Estamos a una semanita de ir a votar y no sé ustedes, pero yo ya llevo mi camisa de lo más sobada y mis manos y espalda amoratadas de tantos achuchones. Porque uno es considerado y nada despreciativo con quien vienen a saludarte con la mejor de las sonrisa, aunque en su vida se hayan dignado dirigirte la palabra. Se ha abierto la tienda de los dulces y casi sin quererlo te encuentras con la nariz pegada en el escaparate repleto de todo tipo de promesas, algunas antiguas, de esas que jamás se llegaron a materializar y muchas otras de nuevas, difíciles de realizar pero que llenan de ánimo a quienes    las ofrecen. Deberíamos ser más cautos y en lugar de ofrecer gigantes ya demasiado crecidos, decantarnos por los enanitos que cuentan con un mayor éxito a corto y largo plazo.

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Sea como sea y sobre lo que se nos quiere vender, el ciudadano de a pie ya hace tiempo que conoce cual va a ser su voto y a que representación política va a colocar en primera fila. Ya no somos aquellos imberbes mozalbetes de las primeras elecciones en que casi se nos tenía que llevar de la mano y darnos cursillos intensivos para que supiéramos en que color de sobre teníamos que colocar nuestra papeleta. Ahora se están arreglando baches en nuestras calles y farolas que estaban fallando. Todo esto y muchas cosas más forman parte del menú al que todos estamos llamados. No queremos a los malos conocidos y miramos con algo de recelo a los buenos por conocer. Sea como sea el derecho a votar nos lo hemos ganado a pulso, es parte de esa magia del más difícil todavía y en la que intervienen muchas, demasiadas varitas mágicas.