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Vox ha dejado de ser una amenaza fantasma porque hoy es una realidad tangible, una consecuencia de sus cálculos antes y después de los últimos procesos electorales. También está donde está gracias al empuje que le ha regalado la otra extrema, la izquierda. Ese fracaso del Podemos populista, por ejemplo, en el que los actos de su impulsor devoraron por completo su discurso romántico anticasta, explica, en parte, el incremento del voto a la ultraderecha entre los jóvenes.

Han hablado siempre tanto y tan mal de Vox unos y otros que sus portavoces se manifiestan sin tapujos, con la misma convicción que en 2015 lo hacía Pablo Iglesias en las acampadas de la Puerta del Sol. Es así como Vox ha progresado entre la clase obrera y los nuevos votantes, no porque sus principios sean lo mejor para el país, que no lo son porque representan un regreso al pasado y un negacionismo de la sociedad actual, sino porque en política, como dicen algunos veteranos de la cosa pública, no siempre cuenta lo que pasa sino lo que la gente cree que pasa. Y mucha gente ya no piensa que Vox sea Franco resucitado ni el diablo en persona como lo pintan. Su populismo ultraconservador tiene cada vez más seguidores. Ahí es donde Vox sube y los otros bajan, a la espera de saber qué consigue Sumar.

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Vox se ha bunkerizado para soportar el descrédito permanente al que le someten todas las formaciones políticas, y ha hecho su camino hasta llegar aquí. De la nada, desde unas posiciones que olían a naftalina, hoy tienen despachos en instituciones de media España, incluido el Consell.

Mientras Pedro Sánchez y la izquierda les facilitan la campaña electoral con sus continuas alusiones para sabotear al Partido Popular, la derecha más extrema avanza. No se dan cuenta de que las advertencias constantes respecto a un partido al que acaban de votar 1.700.000 españoles en las últimas elecciones, no le afectan, sino todo lo contrario. Ladran, luego cabalgamos, que diría el Quijote en célebre frase que bien podría hacer suya Abascal.