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El calor, como el frío, son sensaciones subjetivas. Basta con compartir aire acondicionado en una oficina para comprobarlo. Mientras unos se abanican otros se traen su chalequito por si refresca, nunca hay unanimidad sobre la temperatura ambiente. Por cierto, ¿quién controla ya esos 25-27 grados a los que debe limitarse el aire acondicionado según el decreto de ahorro energético aprobado por el Gobierno?

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Las sensaciones no son medibles pero los datos sí. Dice Miquel Gili, experto meteorólogo de la Aemet en Balears, que en sus inicios como profesional ni se llevaban estadísticas de olas de calor, porque no se daban con tanta frecuencia, y sin embargo en 2022 se produjeron tres. Quienes se dedican a la ciencia y la investigación suelen ser prudentes, saben que hacen falta innumerables datos y series históricas para afirmar algo categóricamente, y que nuestro bochorno de hoy es un eslabón más en la cadena de unos cambios en el clima que se miden a lo largo de muchos años. Lo que sí comprobamos es que ahora mismo nos freímos, cada verano un poquito más y eso no es un mito.

Mientras no se logra un acuerdo global en las medidas para frenar ese calentamiento, habrá que adaptar costumbres a la nueva situación. Lo mismo que se cancelan procesiones porque llueve o no se nos ocurriría celebrar cualquier acto en la calle bajo una granizada, tal vez tengamos que cambiar de mentalidad para hacer lo mismo cuando hace un sol de justicia. En la balanza del exceso de mortalidad empieza a pesar igual o más el calor que el frío, también eso son hechos recogidos en publicaciones científicas. ¿Es necesario, por ejemplo, celebrar un jaleo cuando llueve fuego y que personas y animales se sometan al riesgo de los golpes de calor? Está claro que vamos a tener que adaptar nuestros horarios a este fenómeno en todos los ámbitos, laboral, educativo y festivo entre otros, y que va a ser una transformación profunda.