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La desocupación indirecta obrada por la comunidad de propietarios del edificio Marina Mahón arroja dos consideraciones que cuestionan tanta política vacía en este capítulo trascendental del estado de derecho.

Han bastado siete tíos fornidos en los accesos al edificio, previamente autorizados con un contrato de trabajo de la propia comunidad, para acabar con la ocupación ilegal sin haber empleado un ápice de su evidente fuerza ni tampoco excederse del marco legal de sus funciones como habían exigido quienes les contrataron. «Si sales y no puedes demostrar que ese apartamento es tuyo o pagas un alquiler reconocido por el dueño, no vuelves a entrar». Tan sencillo como eso para que los cuatro inmuebles okupados quedaran vacíos en poco más de un día, como pretendían los dueños para acabar con la degradación del edificio y las molestias ocasionadas.

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Un proceso judicial con demanda, recursos y más recursos, habría prolongado la situación durante meses, quizás más de un año, hasta que la sentencia favorable a los propietarios se hubiera ejecutado con presencia de la comitiva judicial y la Policía para hacer efectivo el desahucio.

El desenlace de este caso aparentemente sencillo, aunque tenga un coste económico relevante, pone de manifiesto la eficacia de la iniciativa privada frente a la pública inoperante cuando debería suceder todo lo contrario. Sin embargo, lo ocurrido en el edificio del puerto de Maó denuncia otra triste realidad. ¿Por qué una joven de 23 años con un embarazo de riesgo vive como okupa al no disponer de alternativa para residir? La mujer ha recibido asistencia de los servicios sociales de Maó hasta que no volvió a solicitarla pero no han bastado para evitar su exclusión social. Sus lágrimas tras salir del inmueble son conmovedoras. A ver quién le presta ahora, entre tantas promesas electorales, la ayuda que precisa.