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Engañarnos a nosotros mismos porque entre otras cosas, es más fácil que engañar a los demás.      Todos conocemos a más de un elemento que se pasa el día meditando como hacerlo.    Por lo general al engañador que suele ser más repetitivo que una zampada de ajos lo ves venir.    ¿Cómo ha encontrado la comida el señor? Y le respondemos que excelente cuando lo más probable es que no te haya gustado y encima te la has tenido que comer.    De cuentos infantiles recuerdo con admiración el de Caperucita roja y el lobo.    La niña inocente paseando por el bosque con su cestita que dicen llevaba comida para su abuelita, pero ninguna inspección aduanera ni posterior documentación asegura que era eso y no otras cosas de dudosa y sospechosa catalogación.    Y luego está el lobo que resulta que es un tipo simpático pero de lo más embaucador.   

Se la comería allí mismo, pero la niña saltarina y veloz le da esquinazo entre matorrales y árboles y se va rumbo a ver a su abuelita porque así lo dice el cuento.    Pero el lobo que tiene mala leche, mucho más rápido y conocedor de atajos que por eso juega en casa,    llega antes a la casa de la abuelita, se la jala, se pone su camisón que ya es difícil hacerlo para un lobo y espera a la nena.    Cuando ésta le pregunta entre otras cosas que porque tiene esa boca tan grande, el lobo la miente porque quiere postre y aquí amigos ya tenemos la mentira.    Caperucita era roja pero nadie me ha asegurado que fuera de izquierdas, ni el lobo que era feroz tampoco dicen que fuera de Vox, pero a lo mejor lo eran, vaya usted a saber.    Lo que sí es cierto es que es un cuento para que juguemos con la imaginación. Y colorín colorado.