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Estrenamos agosto y la euforia vacacional está ya desatada por tierra, mar y espacio aéreo. En las carreteras se comprueba a diario cómo, por alguna misteriosa razón que aún no he llegado a averiguar, el código de circulación se deja en casa, con la ropa de invierno, y cualquier norma se relaja hasta el punto de que se vuelve peligroso internarse en una rotonda: nunca sabes quién se va a cruzar con quién. Ese trasiego de gente moviéndose se traslada también al mar, pero si en coche el relajo es evidente, al menos quien lo practica se expone a sanciones, hay controles policiales y estos se extreman en momentos puntuales, como en la celebración de las fiestas patronales.

En el mar, como en tierra, hay gente legal y otra muy pirata, que pasa de los límites de velocidad –que también existen–, de boyas, de bañistas y, en general, de todo lo que haya por debajo o alrededor de ellos, campan a sus anchas y suponen un riesgo tanto para sí mismos como para el resto de los navegantes y personas que nadan, que en el agua no tienen estatus de peatón ni prioridad ni nada que se le parezca. Los atropellos preocupan a la Asociación de Navegantes Mediterráneo, que solicita al Govern un cambio normativo que obligue a los barcos para los que solo se exige la licencia de navegación, el Titulín, a llevar protección en sus hélices. De este modo se evitarían daños muy graves cuando hay un accidente.

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Capitanía Marítima en Menorca ha confirmado que se viven incidentes cada día por el mal manejo de embarcaciones y que no ocurran más desgracias es solo cuestión de azar. Conducciones temerarias que, como indican los testigos de estos accidentes, en la carretera serían delito pero que al suceder en el ámbito acuático no tienen consecuencias hasta que sucede lo inevitable.

Cada vez hay más empresas que alquilan barcas sin patrón y hay que hacer obligatorios los controles de seguridad. Imaginen que cogiéramos motos y coches sin un examen previo y sin cumplir las reglas. De locos.