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«Vanidad de vanidades, todo es vanidad» puede leerse en un pasaje del Eclesiastés, un libro de enseñanzas que forma parte de la Biblia. La Biblia es una colección de textos en hebreo, arameo y griego que se consideran sagrados en varias religiones. La expresión «vanidad de vanidades» se ha usado para reflexionar sobre la fugacidad de la vida y los placeres mundanos ante la realidad de la muerte. La literatura ha usado ese concepto para advertirnos contra el egocentrismo. Por mucho que nos creamos reyes del mambo acabaremos envejeciendo y muriendo. La fugacidad de la vida y la presencia de la muerte también ha primado sobre el mundo de la pintura, contrastando luces y sombras para impactar al espectador como en los cuadros de Caravaggio. Esto nos lleva asimismo al Carpe diem del poeta romano Quinto Horacio Flaco: vive el momento. Y a la expresión popular: «Totes ses deixades són perdudes». «La misma flor que hoy admiráis, mañana estará muerta» escribió Walt Whitman, poeta estadounidense, acaso haciéndose eco de Ronsard –«Vivid, si me creéis, coged desde hoy las rosas de la vida» -- o Garcilaso de la Vega –antes de que el tiempo cubra de nieve vuestro cabello.

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Tal vez a consecuencia de todo eso hoy vivimos una época en la que importan más las apariencias que las realidades, el aspecto parece interesar más que el contenido, o el no importa serlo, basta con parecerlo. Una época en que todo está banalizado. Los jóvenes «parecen» mayores en menos que canta un gallo, lucen ropas extravagantes ya en plena niñez, pero sin embargo la formación intelectual pasa a un segundo plano. La vanidad no se centra en la ciencia, sino en la apariencia. Hubo un tiempo en que la gente compraba enciclopedias y colecciones de novelas célebres para fardar en las librerías particulares. Hoy no. Para qué, si el conocimiento no engendra dinero. Dinero y comodidad deben de ser dos de los dioses principales de nuestros días. Yo le pregunté una vez a uno de mis alumnos qué quería ser de mayor, y me contestó que quería dar un pelotazo. Dinero fácil, ropa sexy, gadgets de última hora –último grito--, viajar, follar y no hacer nada. Sin embargo, no estoy seguro de que todo eso dé la felicidad. Lo que creo es que a la ley del mínimo esfuerzo la ha seguido la del ningún esfuerzo, lo que debe de llevar al aburrimiento supremo; que naufragamos en un mar de tecnologías de último modelo y no sabemos de la misa la media porque la vanidad de vanidades sigue siendo vanidad.