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Me ha impactado la descripción que Gustau Juan Benejam hace del espectáculo de la muerte en el libro «Ciutadella quan érem infants i joves», de la colección Quaderns de Folklore, publicado el pasado mes de abril entre las novedades de Sant Jordi. Se dice que los rituales funerarios sirven de afirmación de la memoria y de ratificación de valores ideológicos de una colectividad. En Nueva Orleans la muerte se «celebra» con una procesión que parece una danza carnavalesca. Durante el rito funerario Toraja, perteneciente a la isla de Célebes, en Indonesia, se matan muchísimos búfalos. El entierro celestial del Tíbet implica que el cadáver sea expuesto a los buitres en la cima de una montaña. Según la tradición de los Merina, en Madagascar, conocida como Famadihana, los cuerpos son extraídos de las criptas familiares en una procesión con música y bailes alrededor de las tumbas.

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Entre nosotros las costumbres funerarias han cambiado de un tiempo a esta parte. Creo que la misa de funeral todavía puede ser de cuerpo presente, algo que antes era prescriptivo. Pero la libertad de culto y la incineración posibilitan ceremonias mucho más íntimas en los tanatorios. La descripción de Gustau Juan corresponde a los años cincuenta, algo que yo mismo presencié siendo niño, pero que él narra con mucho detalle. Cuando tenía seis años tuvo la desgracia de que su madre muriera. Llegaron a su casa un sacristán y dos monaguillos con una cruz y dos ciriales de procesión, seguidos por cuatro hombres vestidos de luto a quienes se llamaba «los cuatro de la corona». Eran los encargados de transportar el féretro. Vinieron además tres sacerdotes con capas pluviales y dos maceros armados con sendas mazas metálicas. Los parientes y amigos acompañaron el ataúd con antorchas encendidas. La familia iba detrás. Gustau Juan explica que entonces había entierros de primera, de segunda y de tercera, y que cuanto más alto era el estamento social del finado había más curas, más antorchas, más flores y coronas y mayor solemnidad. Para los desvalidos existía el «entierro por el amor de Dios». La comitiva se detenía ante la capilla de las monjas del Sagrado Corazón, se rezaba un responso y se rociaba el baúl con agua bendita. Después, al pie del camino que llevaba al cementerio, les aguardaba otro sacerdote con un farol encendido. Posteriormente los familiares llevaban luto de uno a tres años, rigurosamente vestidos de negro, las mujeres con un velo negro para salir a la calle.