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Hablo con un árbol porque me llevo fatal con mi teléfono inteligente, y lo escribo en cursiva porque a mí me parece un falsario tocapelotas que no hace más que mandarme recaditos de que recoja un paquete (que no he pedido) aquí o acullá, o me comunica que he sido elegido para no sé qué regalo de esos que hacen salivar a los amantes de la tecnología; que si un iPhone de ultimísima generación o un Samsung XL para lo que solo tengo que responder un cuestionario que me imagino podría derivar hacia el número secreto de mi tarjeta de crédito, así que  lo mando directamente a la basura (cibernética, por supuesto).

Últimamente le ha dado por comunicarse conmigo a través de una presunta nube  (iCloud, le llama el muy cursi), que está sobrecargada y que si no aligero puedo encontrarme sin los artículos capturados, mi tesoro, y lo que es peor, sin los vídeos de unas chicas danzarinas que  me entretienen en los ratos de descanso lector. Lo hace dándole suspense a la cosa: primero que la tal nube se está llenando, luego que está casi llena, que ya está llena, que ya rebosa, que si es el ultimísimo aviso antes del apocalipsis negacionista de mi presencia en la tal nube. Y la última cabronada del aparatito: me dicen mis interlocutores telefónicos que les suena una horrible música cuando  marcan mi número.

Me quedo ‘in albis’, latinajo que empleábamos mucho en el colegio, interrogando con la mirada perdida a mi viejo y arrugadísimo ullastre, que con cara de  que a mí que me registren me pasa a las sabias manos de mi nuera, quien forcejea un rato (mi padre hubiera dicho que pernetja, delicioso vocablo ancestral) con mi maldito  aparato chino y me lo devuelve con  cierta sorna:

-Estás pagando  por la musiquilla tres euros semanales. Tendrás que ir  a la casa proveedora, porque a pesar de que lo tengo bloqueado, sigues pagando…

Pero lo peor estaba por llegar. En una de estas tentativas me sale en presencia de mi santa familia una página de tinder, que por lo visto es un portal de citas y que me obliga a balbuceantes explicaciones.

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-¿Y también pago por eso?- pregunto presa de la estupefacción.

-No por ahora, pero todo se andará, me contesta mi nuera ahora entre un ruidoso concierto de carcajadas.

Finalmente, y por prescripción facultativa, acudo a las oficinas de Movistar donde la paciente y comprensiva Mariel me libera en un plis plas del infierno de la música (?) enlatada…

¡Ah!, y están también los continuos extravíos del aparatito de marras, con su ataque de pánico correspondiente y resulta que te lo habías dejado sobre la cisterna del retrete, lo que te ocasiona un terrible rato de suspensión de la personalidad, acompañada de un dolor precordial que te puede llevar erróneamente a urgencias. Entonces, inevitablemente te preguntas por qué hemos puesto nuestras vidas en manos de ese ente diabólico que se ríe incesantemente de nosotros o por lo menos de sus usuarios más viejunos o sencillamente incompetentes digitales...

Aun con todo, debo reconocer que eso de tener siempre mis periódicos de cabecera a mano y la liga inglesa de fútbol disponible en cualquier tiempo y lugar, tiene su qué. Leer los periódicos en la pantallita del móvil o ver los goles del City en directo    mientras escuchas el rumor de las olas, es gloria para quien no dispone de chalé    junto al mar ni mucho menos de embarcación propia.    Siempre corres riesgos, como que aparezca un grupo de multi tatuados para darte la paliza con música a todo trapo    y dispuestos a hacerte compañía, pero claro, no se puede tener todo, y mucho menos turismo sin turistas (Iñaki Gabilondo dixit)…

Por último, recibo un mensaje a través del ullastre en el que el OC (Orgullo Crustáceo) me agradece mi solidaridad con el colectivo de langostas en su campaña contra la intromisión del huevo frito en sus prestaciones gastronómicas. «Nosotras nos bastamos y sobramos para mantener los sabores ancestrales», afirma la langosta madre en su comunicado. Transmitido queda.