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Hubo un tiempo, cada vez más lejano, en que existieron personas desgraciadas. De ahí que, sin ir más lejos, se pudiera hacer famoso el principio de Anna Karenina: «Todas las familias felices se parecen, pero cada familia desgraciada lo es a su manera».

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El término «desgraciado/a» ya no es lo que era. Para empezar, suena fatal. Nadie reconoce ser desgraciado. Puede que sea por el qué dirán, ya que últimamente todo el mundo tiene que parecer feliz. Muy feliz. Da igual si para sus adentros no para de repetirse «qué desgraciado soy, qué desgraciado soy…». Lo que cuenta es que no se note. Es más, la desgracia debe ir disimulada con infinidad de momentos dichosos, instantáneas de una vida de maravilla y desenfreno. Los desgraciados del mundo no tienen cabida. La desgracia es, ante todo, fea. Quita, quita, se le dice a un desgraciado. Y la palabra se sustituye por otras que, aunque no significan ni de lejos lo mismo, suenan un poco mejor. Personas vulnerables, por ejemplo. Personas propensas a ser heridas de alguna manera. Personas en riesgo de exclusión.

Expresiones que quedan muy lejos de esos «miserables» de Victor Hugo. No sería un título adecuado para una novela actual («Los miserables», qué barbaridad). Sin embargo, convendrán conmigo que «Los vulnerables» parecería un chiste. En fin, que ser un desgraciado ni está de moda, ni se puede decir por malsonante, si bien todo el mundo sabe perfectamente lo que es ser un desgraciado y lo reconocería a la legua. Es de primera necesidad poner freno y solución a cualquier tipo de desgracia. Para ello, existe una infinidad de terapias capaces de conseguir que un suicida en potencia acabe colgando unas fotos de su tardeo en un chiringuito de la playa en su Instagram. Fantástica terapia tiene que ser. Pues una cosa no quita la otra. Y, en caso contrario, si el desgraciado es muy persistente, se le otorgará un permiso para autodenominarse enfermo mental. Hemos llegado a un punto en que el desgraciado preferirá ser considerado como tal. Puesto que ante todo, por favor, que nadie piense que es desgraciado. Es que tiene un trastorno. Enhorabuena. Seguramente Tolstoi tenía razón. Aunque a mí siempre me ha parecido que las familias felices -si las hay- también lo son cada una a su manera.