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Dice la propaganda: «Aún puedes aprovechar los últimos rayos de sol del verano para hacer una escapada antes de los meses fríos». Y sin embargo he oído voces que alertan del calor excesivo del verano, que culpan al cambio climático, que advierten que si esto sigue así los turistas terminarán por tirar hacia el norte y perderemos la gallina de los huevos de oro –¿de plomo? — del turismo. Esto me indica que hemos perdido cualquier alternativa a la industria del turismo, que es un turismo estacional, que es un turismo de masas, que hasta los propios españoles ignoran la realidad cultural de nuestras islas, que «nuestras islas» ya no son nuestras, sino de los extranjeros que compran casas y predios, que no nieva lo suficiente en la Serra de Tramuntana para montar turismo de invierno, que no hemos construido la montaña de escombros en Menorca para resguardarnos del viento, que el mito de Eivissa no tiene nada que ver con la población autóctona y que un rayo de sol, oh, oh, oh, me trajo tu amor… El turismo ha cambiado nuestras vidas, es cierto. Los turistas nos pusieron en contacto con un mundo hasta entonces inalcanzable. Lo hicieron con un mohín de desprecio hacia la España de charanga y pandereta, que decía Machado, y con la ilusión del dinero fácil nos apartaron del campo, del calzado y de la bisutería. Los viejos buscaban la paz, los jóvenes traían ansias de libertad, los borrachos se tiraban de los balcones sorprendidos al no poder volar. Las sirenas se apoderaron de la orilla, para ganancia de cirujanos plásticos, y los pescadores dominicales dejaron de pescar. Parece ser que confundimos Jauja con el turismo, pero Jauja es una utopía, algo que no existe.

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De pronto llegó el invierno, y nos quedamos solos como cada año, nosotros que no vivimos sin turismo, cómo soportar la temporada baja ya sin ellos… Los políticos luchan por evitar los trabajos rutinarios cuando pierden las elecciones. Nosotros echamos de menos la invasión, sometidos a una nueva versión del síndrome de Estocolmo porque ya no recordamos las veladas sin calefacción, el tedio de no hacer nada, las calles vacías y sin luz donde resonaban las pisadas y cada vecino reconocía a su vecino. Perdimos la noción de soledad, la soledad de las playas despobladas, de los caminos rurales donde chirriaban los ejes de mi carreta, las sillas vacías en el desierto de los bares, los peces boqueando en los mercados porque no los compran los catalanes y los libros empeñados en el Monte de Piedad.