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Robert L. Stevenson, quizá uno de los escritores más universalmente queridos junto a Chejov, aseguraba que enamorarse es la única empresa lógica en este mundo. Lógica, es decir, racional. En su época no existía la actual obsesión de que todo, sea lo que fuere, debe ser sostenible, pero esa afirmación es probablemente el mejor alegato en favor de una racionalidad sostenible. Que a su vez implica una inteligencia y hasta una moralidad sostenibles. Muchos antes que él lo pensaron, pero no acertaron a expresarlo con tal exactitud.

Charles Nodier, erudito, traductor, bibliotecario, periodista romántico, autor de un diccionario de onomatopeyas y amigo de Víctor Hugo y de Goethe, fundó sociedades secretas y su apabullante lógica racional (también fue académico, naturalista y entomólogo) no le impidió escribir historias lunáticas de enamorados, vampiros, demonios y fantasmas, con títulos pirados como «La monja sangrienta», que le dieron celebridad. A eso nos referimos con racionalidad sostenible. Porque ahora, cuando hasta las guerras y mortandades migratorias deben ser sostenibles, pocos recuerdan que la racionalidad no es lógica si no se sostiene sobre las patas, por exceso y obesidad. El progreso indefinido, por ejemplo, es insostenible, y hace insostenible la moral. Habrán notado que según aumenta la presunta racionalidad de nuestras sociedades tecnológicas, cargadas de reglamentos, datos y controles, aumenta paralelamente su irracionalidad, no solo tecnológica.

Hace un siglo que no se veían nacionalismos tan irracionales, y sujetos siniestros como Putin o Trump, a los que aclaman multitudes. La lógica geopolítica, con sus monarquías medievales del petróleo, es irracional. No porque el sueño de la razón genere monstruos, sino porque la razón es monstruosa en sí. Necesita contrapesos para estabilizarse, para que la lógica, contra lo que sería lógico, no estalle. Para Stevenson lo más lógico era enamorarse, y para otros sabios cualquier chifladura o fantasía que dote de anticuerpos a la racionalidad. La sostenga. Me temo que tenemos muy desatendidas las sinrazones, como si no existieran, ya no las disfrutamos razonablemente. Y claro, revientan aquí y allá. A lo bestia.