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Invierno pasado. Un chaval de 14 años acaba el entreno de fútbol a su hora habitual. Es de noche ya, hace frío y se va directo a la parada de bus. Se da prisa siempre porque sabe que si no llega a tiempo no habrá otro hasta hora y media después, y ése será el último del día. Su casa está en el núcleo urbano, a unos seis o siete kilómetros. Su padre trabaja para ganarse la vida y no le puede recoger. A las 23.00 horas escribe preocupado al chat del equipo de fútbol donde entrenadores y familias comparten información. Nadie sabe nada. El móvil del niño está desconectado. Otra madre y yo nos ofrecemos a ir a buscarlo. Veinte minutos después nos comunica, para el alivio de todos, que acaba de llegar a casa. Ha hecho andando un trayecto peligroso de hora y media por la carretera de Sóller. Le podía haber pasado algo. El chófer no le dejó subir porque no llevaba mascarilla. Las restricciones se habían levantado en todos los ámbitos, excepto en transporte público e instalaciones sanitarias. Daba igual que fuera un menor, de noche, y que el autobús estuviera prácticamente vacío. No pensó en decirle que se tapara la boca con una camiseta y se pusiera al final discretamente por si alguien subía. Lo dice el reglamento. Mandan las normas frente a la sensatez.

El sábado pasado fue mi hijo de 15 años el que se quedó tirado en un municipio a 20 kilómetros de casa, 30 minutos en coche, donde había ido a pescar. «Mamá, el conductor no me deja subir porque no tengo suficiente saldo en la tarjeta». «Pero qué dice ese hombre, si el bus es gratis, hijo». Así lo reza el eslogan serigrafiado en el transporte público interurbano de Balears: con la tarjeta intermodal no se paga durante todo 2023. Una medida, por cierto, imprescindible para los menores y que debería prolongarse indefinidamente si se quiere reducir la movilidad en vehículos privados. Después de darle vueltas sólo se me ocurría que el niño se hubiera olvidado de pasar la tarjeta al salir del bus en alguno de sus viajes. Porque el TIB obliga a pasarla al entrar… y al salir. Y si no lo haces, sorprendentemente te cobra el viaje. Un procedimiento penalizador del absurdo. Manda la irracionalidad.

Y luego me cuenta una amiga que a su hijo de 12 años el conductor del bus también le negó el acceso en Son Pacs por la misma incomprensible razón que reduce el saldo al que no hace bailar la tarjeta al subir y al bajar. Ella se molestó en redactar una queja ante la irresponsabilidad de dejar a un menor sin la opción de llegar a su casa. Tardaron dos meses en darle respuesta, que no fue otra que escurrir el bulto.

Conozco más casos, y peores, en los que ha habido inquina por parte del chófer. Jamás un reglamento puede imponerse a la humanidad, la empatía y la responsabilidad. Es de sentido común. Sobre todo cuando se trata de menores y con la ilógica de negar un viaje que es gratis.