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No sé qué me pasa, que últimamente me parece que soy una planta. Estoy muy quieta, apenas salgo ni me relaciono con nadie. Incluso tengo la sensación de que, si sigo así, pronto me saldrán raíces de las plantas de los pies y me quedaré clavada en el suelo.

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Tampoco pienso tanto como antes. Y todo me da una pereza descomunal. En el caso de que mis sospechas sean ciertas, me imagino que seré una planta de interior, pues no me gusta exponerme a las inclemencias del tiempo. No soy, desde luego, como el ficus, que aguanta semanas sin agua. Yo bebo y me hidrato constantemente. Cuando entra un leve rayo de sol por la ventana, a veces me inclino para que me dé unos minutos en la cara o los brazos. Aparte de esto, no tengo deseos ni, muchísimo menos, sueños. Lo único que quiero es estar así, en mi maceta –que es mi casa, supongo–, y que nadie me moleste. Ya me dirán si esto no es ser una planta…

Todavía no sé a qué planta me parezco más. Es difícil saberlo. Un poto no soy, porque crecen mucho y se alargan hasta el infinito. Tampoco soy un helecho, porque no tengo el pelo rizado y abundante. A mí me gustaría ser una violeta africana, delicada pero fuerte, con florecitas que brotan en cualquier estación solo con que las riegues con agua mineral una vez a la semana. Resisten mucho. Me encantaría ser una violeta africana. También me gustan las palmeras de salón, que son igualmente fuertes y bonitas. Y luego están los cactus. Demasiadas espinas para mi gusto, aunque los hay que tienen unas formas bien bonitas. En fin, ya veremos. El tiempo lo dirá. Esto de ser una interespecie es algo muy curioso. Dicen los psicólogos que estos casos pueden ser una forma de evadir una realidad que resulta desagradable. Fantástico. Hoy mismo me pongo con la fotosíntesis.