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En un año han muerto más personas en Estados Unidos por sobredosis de fentanilo que el número de víctimas mortales de la guerra de Vietnam. Tanto que cada tres horas un neoyorquino se va al otro barrio cabalgando a lomos de esta droga. En aquel entonces las calles de las grandes ciudades de todo el país se llenaron de manifestantes, pancartas y consignas contra la «masacre» de jóvenes estadounidenses que acudían en masa al país asiático a encontrar la muerte en una guerra absurda. Lo de ahora es quizá más absurdo todavía, aunque bien es cierto que todas y cada una de las personas que se meten esa mierda en el cuerpo lo hacen voluntariamente. Su potencia –cincuenta veces mayor que la heroína– y su bajísimo precio –de tres a cinco dólares la dosis– han logrado la cuadratura del círculo para los adictos. Un auténtico paraíso yonqui.

La situación es tan dramática que las autoridades han decidido colocar en las calles máquinas expendedoras de naloxona, el antídoto que evita la muerte por sobredosis y resucita a los zombies. La terrible pregunta es por qué ocurre esto. Qué clase de sociedad han creado que propicia que miles de hombres y mujeres prefieran volar en su pedo psicodélico hasta morir en lugar de disfrutar de la vida. Mala señal. Para cuando uno elige el sueño en vez de la realidad es que esta es una porquería, una auténtica pesadilla, o una vacuidad insoportable. ¿Realmente lo es? Siempre se ha dicho que los yanquis no saben hacer otra cosa que trabajar, que dedican cuerpo, alma y muchísimas horas al día a su profesión. Quién sabe si esta locura del fentanilo no tendrá también algo que ver con la epifanía pandémica de 2020 que les hizo despertar.