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Resultaría arriesgado y, seguramente, injusto entrar en consideraciones sobre el merecimiento de las retribuciones públicas que perciben los políticos en ejercicio, en función del cargo institucional que desempeñan al que han llegado por la vía de la voluntad popular, casi siempre.

Seguro que, como en todas las profesiones, los hay que se ganan lo que cobran con suficiencia por su probado desempeño, pero otros no hacen méritos para disfrutar de nóminas normalmente generosas. El político debe estar bien retribuido, por supuesto, porque asume una indiscutible responsabilidad en la toma de decisiones, también para que no sienta la tentación de meter la mano en la caja y para que pueda ejecutar el trabajo encomendado con tranquilidad.

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Sin embargo, sí hay observaciones que pueden hacerse porque entran en el terreno de la lógica, sin ánimo ni temor de caer en la demagogia. El incremento de las asignaciones en cada inicio de legislatura sería una de ellas porque se producen, por lo general, sea cual sea la situación del país, haya crisis, suba la inflación o se congelen los salarios, independientemente de quién gobierne. No es estético que diputados o consellers se demarquen del resto de mortales a sueldo y se aprueben subidas que exceden la media general.

Más indecoroso parece todavía que, además, entre otras, perciban cuantiosas dietas por asistencia a consejos de administración de empresas públicas o a determinadas juntas que son inherentes a sus cargos, es decir, que acuden a ellas porque les corresponde hacerlo. No es de recibo que inflen su salario con ingresos extraordinarios de este tipo que ya dejan de serlo.

Sucede lo mismo con otros funcionarios de la administración que perciben una asignación extra por formar parte de tribunales calificadores o imparten cursos cuando  lo hacen en un horario que forma parte de su jornada laboral. Que se lo pregunten a quienes deben asumir su trabajo cuando ellos faltan.