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Un buen amigo se hospeda desde esta semana, a la fuerza, en el Centro Penitenciario de Menorca. Va a cumplir una condena de varios meses de privación de libertad por las consecuencias prolongadas de un mal divorcio que viene arrastrando desde hace demasiados años.

Ha jugado con fuego reiteradamente, a pesar de otra experiencia anterior no menos traumática de la que él fue responsable, hasta que el juez, ley en mano, ha decidido su ingreso en la prisión. Sabe que no ha cumplido como debía con las sucesivas sentencias condenatorias en cuanto a las obligaciones compensatorias que tenía que afrontar por la descendencia que tiene en común con su expareja.

Y a partir de ahí, todo se ha precipitado en su contra por una serie de circunstancias que, todas juntas, le han conducido a la cárcel. Desde su propia desatención, difícil de comprender a estas alturas, hasta un asesoramiento profesional bastante discutible, el caso es que la acumulación de un error tras otro le han dejado en una de las peores situaciones en las que puede encontrarse una persona.

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Locuaz, extrovertido, simpático para quienes le tratan de tanto en cuando, el nuevo morador de la prisión menorquina no es una mala persona, aunque no sea hábil en la toma de decisiones que han comprometido su futuro. Ni ha robado, en el sentido estricto de la palabra, ni ha cometido agresiones. Tampoco es un estafador, ni siquiera un granuja... pero hoy está en prisión.

Ha intentado demostrar en las últimas semanas que estaba cumpliendo con los pagos obligados en la medida de sus posibilidades haciendo ver al juzgado que si se ejecutaba el auto de prisión no podría pagar ni poco ni mucho. Pero ya ha sido tarde.

Estamos habituados a saber de delincuentes multireincidentes que hurtan y roban una y otra vez, en ocasiones con violencia incluida, y permanecen en libertad. Comparado un caso con los otros cuesta asimilar que uno este dentro y los otros fuera.