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A Zènia, de grandes ojos acunados entre afectos, junto al Belén, contiguo a la chimenea, este cuento, para cuando sepa leer; y entienda…

Entre papeles por redimir, uno mecanografiado, anónimo, que habla de un monje de luengas barbas, túnica parda y desnudas sandalias, que venía al pueblo para proveerse a lomos de un asno emasculado de alegrías, contaba a quien quisiera oírlo, como acaso lo hubiera rubricado Cunqueiro, que, una noche de San Silvestre, en un puente del camino que despide un año y recibe a otro, atrapó en una red, parecida a las que se usan para cazar tordos, el año que se disponía a entrar y le dio con brío unas friegas de lavanda y una copa de pócima conventual. Y ese año nuevo con su séquito, que venía belicoso, mudó en pacífico…

Del aquel almanaque poco se extrajo, excepto su condición heredada, no agraciada por el sorteo, es decir, que cada persona debería seguir con su tarea, zurciendo rutinas y adecuando las novedades que los días depararan, atenta a los latidos del corazón, que percibe las limitaciones de la edad…

Los años buenos y los malos, apuró el eremita, surgen de nuestros corazones. Seguramente clarearán días felices y otros aciagos, pero se implora que no falte el pan y que, desde la mejor voluntad, haya más generosidad. Sería buen prólogo para la siempre deseada paz ―la octaviana es hoy quimérica― y de alegres días de perpetuas primaveras. Dios las conceda.

―Per molts anys i bons!