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Está el país instalado en tal estado de crispación que ya se confunden en el mismo plano de la normalidad tanto los insultos graves con las descalificaciones, como las mentiras con las medias verdades.

Son tiempos difíciles para la democracia española que había visto como se elevaba el tono agrio de los debates en las dos últimas legislaturas, especialmente desde la irrupción de los populismos, hasta llegar al intercambio barriobajero de acusaciones, más propio de una república de medio pelo que de un estado de derecho robusto.

Tenemos que soportar las repulsivas manifestaciones de Abascal, que ve en un futuro a Sánchez colgado por los pies, o la proclama del ministro socialista, Oscar Puente, capaz de considerar a Bildu un partido perfectamente democrático y progresista para justificar que el PSOE le entregue la alcaldía de Pamplona a un proetarra. Tal es la deriva que en algún momento esto se puede descontrolar y sus señorías acaben llegando a las manos.

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A todo ello el presidente traslada la fragilidad de su discurso fraudulento al parlamento europeo para argumentar la amnistía, a dos metros del mismo Puigdemont al que en otros tiempos quería traer esposado a España. Allí, en Bruselas, Sánchez ha relacionado al nazismo con la derecha del continente.

Es este el nivel de quien está al frente del gobierno y pilota su descrédito progresivo sin que le tiemble el pulso, sin que asuma su condición, se plante y defienda las instituciones del Estado en lugar de consentir, incluso promover, que estas pierdan la consideración y el respeto que deben tener.

Si los diputados independentistas que negocian el futuro con el gobierno ponen a parir a jueces y periodistas con nombres y apellidos en las mismas Cortes y nadie se lo censura, es que estamos ya muy por debajo de las cloacas a las que se refería aquel Pablo Iglesias que iba a transformar la política. Ocho años después entre ese de antes y los de ahora la tienen que da pena.