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«Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador; porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es santo y su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen (Lc 1, 46-51)». Así exclama la Virgen María su alegría al ver que su prima Isabel, inspirada por el Espíritu Santo, está al corriente de su estado de buena esperanza y no de una esperanza cualquiera sino del Dios Todopoderosa y Salvador. Han ocurrido cosas muy grandes: la que aspiraba a ser la esclava del Señor será su Madre.

Esta es la alegría que se celebra en este tercer domingo de Adviento: el inminente nacimiento del Salvador. Isaías nos dice en la primera lectura: «El Señor me ha ungido para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar el año de gracia del Señor. Desbordo de gozo y me alegro con mi Dios». Y el apóstol san Pablo añade: «Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios».

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¡Qué alegría traer hijos en el matrimonio! También los casados hemos pasado por la alegría de la espera del primer hijo y de cada uno de los que le han seguido. El matrimonio es un sacramento instituido por Dios. Parecía como si no fuera necesario, pues con el bautismo recibimos la gracia santificante que nos hace hijos de Dios, templos del Espíritu Santo y miembros de la Iglesia con la facultad de santificar todas las cosas en que intervenimos los hombres, cuando lo hacemos por amor de Dios: la familia, el trabajo, las relaciones sociales. Pero Dios, para más abundancia, ha querido añadir, gracia sobre gracia, este sacramento del matrimonio para santificar especialmente a los esposos, su amor, su entrega y ayuda mutua, la procreación de los hijos, su crianza y educación, la administración del patrimonio y todo el conjunto de relaciones dimanantes del entorno familiar. Por eso algunos lo conocen como un sacramento magno. Crea estado, civil y sobrenatural. Es una fuente de gracia y alegría, no solo en el momento de contraerlo sino durante toda su vigencia que dura hasta la muerte de uno de los cónyuges. Es necesario reivindicar la importancia del sacramento del matrimonio como fundamento de la familia en unos momentos en los que esta, célula básica de la sociedad, está pasando por un lamentable declive.

Cristo va a nacer y lo hará humilde como un bebé amorosamente acogido por sus padres que le esperan con gran ilusión y alegría. Nosotros a esta sagrada familia, para la que no hubo sitio en la posada, hemos de prepararle un lugar lleno de calor y cariño. Y para ello escudriñaremos a fondo nuestro corazón para que esté totalmente limpio y disponible. Es lo que nos dice Juan el Bautista, que preparemos el camino para el Señor. Que no encuentre ningún obstáculo, ni odio, ni rencor, ni egoísmo, ni indiferencia, antes bien la mejor disposición, un recibimiento familiar lleno de amor y de paz, donde nos encontremos todos a gusto con Jesús, María y José y aprendamos el sentido divino del andar terreno de Jesús: pasará por la tierra haciendo el bien, abajándose en la majestad y la potencia, pero no en la bondad ni en la misericordia.