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Cuando venía Navidad nos deteníamos a contemplar las figuras que decoraban el escaparate de La Flor de Nieve, lleno de monedas, carbón, brujas, enanos, cajetillas de tabaco y hasta cerillas, todo hecho con azúcar y chocolate. Hasta había revólveres de chocolate, y mi amigo decía que podíamos hacer como en las películas, decir, «¡Saca, Joe!», apuntar a Joe y de repente pegar un mordisco al cañón y comérnoslo, mientras nos desternillábamos de risa. O bien podíamos simular un atraco, «¡Alto, la bolsa o la vida!». «La bolsa no la tengo», respondería el atracado, «y la vida no es mía». Y nosotros nos comeríamos la pistola para pasmo de la víctima. ¡Qué divertido, ja, ja, ja! Y de pronto, ¡zas!, el cura venía de por detrás y nos pegaba un sopapo de aúpa. ¡Zumba! ¡Cómo nos pegaba el cura! Tenía los brazos como palas y el ceño eternamente fruncido. Mi amigo equivocó una vez la e por una o en una redacción; «¿Qué pone aquí?». Y mi amigo: «Ceño, pone». Y el cura: «Aquí no pone ceño, aquí pone c…ño».

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Todo se tenía que arreglar en el futuro, cuando yo fuera rico. Encontraría una ollita llena de monedas, o una varita mágica. La varita no me convertiría en un sapo, sino en un hombre alto, hercúleo y nadie se atrevería a toserme, ni siquiera el cura de los brazos como palas. Si alguien se atrevía, lo agarraría por el cuello y lo zarandearía como a un pollo, lo arrinconaría contra la pared y le diría: «¿Sabes lo que eres tú? Un mentecato». «Mentecato» era una palabra que se parecía a «mantecado», los pastelillos que hacía mi madre con mi tía para las fiestas, cuando mi padre, que era carpintero y astrólogo, se subía a la azotea a contar estrellas. «Hay muchísimas», decía. «He contado más de mil y no he hecho más que comenzar». Mi padre murió joven, pero todavía debe de estar contando estrellas en el otro mundo. Mi amigo decía que no acabaría nunca.

En Navidad las estrellas lloraban lágrimas de oro sobre las ramas de los árboles y la ciudad se iluminaba toda, se engalanaba de fiesta. Los pastorcillos no cantaban ropopompom, los pastorcillos cantaban el vint-i-cinc de desembre fum, fum fum. Yo quería que mi padre terminara de una vez de contar estrellas y las metiera en un cesto, quería volver a rebañar la yema de huevo mezclada con harina y azúcar del lebrillo donde mi madre preparaba los dulces, quería comprar sobres sorpresa en el quiosco de las chucherías, quería meter todo el mundo en un espejo, quería poder volar, sentirme alegre, ser un niño.