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El silencio absoluto es imposible, si se consigue, puede ser tan atronador, espeso y pesado como cualquier sonido. En las grabaciones para ayudar a conciliar el sueño se escuchan trinos de aves o el vaivén de las olas en el mar, pero ni eso es suficiente para quienes padecen insomnio y acaban recurriendo a suplementos de melatonina o a fármacos. Es un mal creciente, al que contribuimos con nuestra hiperactividad y el enganche a la pantalla del teléfono móvil, pero además en muchos casos viene motivado por estímulos exteriores que no podemos controlar.

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La contaminación acústica no se ve, no es una columna de humo que sale de una fábrica o un tubo de escape, ni es cegadora como las miles de farolas que apagan el cielo estrellado en las grandes ciudades, y tal vez por eso no se hacen todos los esfuerzos necesarios para combatirla. Las normativas están, pero el cumplimiento de las mismas deja que desear, porque es laborioso y complejo y porque el nivel de tolerancia al ruido varía según las personas. Lo cierto es que no hay duda en el ámbito médico de que la exposición al ruido está relacionada con diversas dolencias, lo más evidente es que, cuando se sostiene en el tiempo y en horario nocturno, provoca insomnio y de ahí, en cascada, vienen numerosas alteraciones, el cansancio, la irritabilidad, la ansiedad, el bajón anímico, incluso problemas cardiovasculares y cognitivos.

En Ciutadella se han recogido más de setecientas quejas relacionadas con el ruido este año, situación que ha llevado al control preventivo de locales de ocio, algo que en Maó no se contempla, se aguarda a la denuncia ciudadana. Está claro que la diversión, el negocio y las vacaciones de unos son incompatibles con el descanso de muchos otros que además en muchos casos, durante el verano, son los que madrugan para dar servicio a esos turistas. Se necesita llegar a un difícil equilibrio entre lo que se debe tolerar y lo que no, nadie pretende un silencio sepulcral ni amargar la fiesta a nadie, pero sí que se cumplan las normas existentes.