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Andan los nacionalistas de la periferia alborotados por el discurso del Rey. Ya veíamos hace meses que Felipe de Borbón apenas parecía él: ojeroso, serio, envejecido y últimamente cabreado. Nadie sabe qué ideología anida en lo más íntimo de su cerebro -seguramente no se lo confesará ni a sus más allegados por temor a filtraciones-, pero siendo quien es no resulta muy difícil adivinarlo. El rey de España es, además, rey de un montón de territorios -rey de Mallorca, por ejemplo-, títulos que ha ido atesorando la Corona española a lo largo de siglos. Algunos de esos territorios que históricamente formaron parte de la Corona española se han perdido y estoy segura de que a los Borbón todavía les duele.

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Imaginemos que cualquiera de nosotros tuvimos antaño una gran fortuna, abuelos y bisabuelos con fincas, terrenos productivos que generan grandes rentas, riqueza, casas o palacios. Perder algo valioso siempre duele. Y cuando uno es rey, su misma razón de ser es su reino. Sin él, su identidad al completo se desvanece. Por eso entiendo bien a Felipe de Borbón cuando habla de España. No se refiere solo a ese territorio que hoy conocemos todos y cuyo mapa exhiben a diario en los informativos cuando hablan del tiempo. Ahí, dentro de esas fronteras, están constreñidos siglos de historia y eso significa guerras, batallas, pérdidas, conquistas, sangre infinita, dolor, angustia, negociaciones… todo para engrandecer un reino. Su reino. Hoy todo nos parece limpio y moderno, incluso la Monarquía, pero debajo de nuestros pies se ocultan cientos de miles de cadáveres, cenizas y sufrimiento. Al Rey se le está pidiendo que los entregue a cambio de que cuatro gatos estén contentos. ¿Qué cara queremos que ponga?