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Sus Majestades, que llegaron de Oriente persiguiendo a una estrella, disculpen mi tardanza. Sé que son grandes sabios. Les imagino comprensivos con las debilidades humanas. No encontré el momento adecuado para escribirles. Se me escapaban las palabras en la pantalla, el teclado iba lento, y en las calles habían desaparecido los buzones.

Sin embargo, confío en su extrema capacidad de indulgencia. Imagino que esta carta les pillará de regreso, puede que exhaustos, hartos de todas las peticiones que han recibido este año. No voy a pedirles que regresen. El cinco de enero es una fecha sagrada y el seis es su día. No hay vuelta atrás.

Antes de que se alejen durante un largo año, me pregunto si tendrán la gentileza de mandarme algunos regalos. Necesito que nos den sonrisas y palabras. Esas sonrisas ciertas, que brotan del alma y nos iluminan los ojos. Palabras que nos acerquen a los demás, que aclaren malentendidos, disputas y batallas.

Me urgen momentos de calma para mi y para la gente que me rodea. Incluso para aquellos que están lejos, o ni siquiera conozco. La paz en la mirada de los hombres de buena voluntad, que reflexionan antes de actuar, que son coherentes, que se van a dormir todas las noches con la conciencia tranquila porque lo que pensaron, dijeron e hicieron no se contradice, y podrían repetirlo mañana, o firmarlo en un documento.

Majestades, mándennos dosis enormes de amor y respeto por los demás: capacidad de escucha, empatía, sabernos poner en el lugar del otro, abrazar fuerte, no juzgar gratuitamente, recuperar la esperanza.

Sus Majestades son magos y quizás nos convendría algo de esa magia que hace ver la vida mejor. Podrían regalarnos lluvias que calmen la sed y alimentan los campos. Queremos atardeceres rojizos, mares con todos los tonos del azul, mañanas luminosas. Necesitamos agallas para defender a estas islas, que ustedes tan bien conocen, y para salvarlas de los que no saben escuchar su voz.