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Observar cómo los seres humanos pueden convertirse en moneda de cambio; asistir a distancia al aniquilamiento de abultadas masas de individuos por la acción de armas mortíferas; tomar conocimiento de los millones de personas que perecen a causa del hambre o de las enfermedades, mientras lo superan con facilidad quienes disponen de medios; conocer de cerca o de lejos a víctimas del abuso, la explotación, el ultraje, la corrupción, la tiranía… produce una sensación de abatimiento de la que no es fácil desprenderse. No es un sentimiento universal, ciertamente, porque nos encontramos con frecuencia con los que cierran los ojos, los que no piensan más que en sí mismos, los ignorantes interesados y hasta con quienes contribuyen por acción u omisión a perpetuar semejantes catástrofes.

Son las guerras las que producen devastaciones de mayor envergadura, fruto de las ambiciones, avidez, codicia, un ansia desaforada que sustentan los tiranos y ciertas clases dirigentes, pero también las clases populares cuando han sido azuzadas por quienes tienen poder o conforman una línea de pensamiento que engañan y manipulan a los incultos, inconscientes o cerriles. Y así sucede en todos los siglos que la humanidad se ha desenvuelto sobre la tierra, porque «el sonido más persistente que reverbera a lo largo de la historia del hombre es el redoble de los tambores de guerra», como escribió Arthur Koestler.

Tales autócratas no confían en el valor de la negociación ni en el poder de las palabras, como tampoco en la aceptación de las realidades asentadas desde tiempo atrás, sino en las imposiciones flagrantes que al no ser aceptadas desencadenan los conflictos armados. Ello provocará dolor sin medida y la eliminación de miles, cuando no millones de individuos. Pero no importa, sólo se persigue la victoria a cualquier precio. A veces lo que llega es la derrota teñida por la sangre propia y la de quienes les siguen de grado o por la fuerza. Son realidades a las que no atendemos como debiéramos porque nos pillan lejos (de momento), pero que pueden trastocar el mundo tal como lo conocemos. La reflexión de Vargas Llosa en un reciente artículo ronda por la cabeza de muchos contemporáneos: «¿Cuándo se nos irá la mano y estallaremos como si fuéramos pompas de jabón por la insensatez y la barbarie de políticos fanáticos y oscurantistas que desprecian la vida humana?».

Elevados exterminios producen las contiendas, pero hay males silenciosos a los que volvemos la espalda y sin embargo eliminan en el día a día a millones y millones de personas: son todas aquellas que sufren las consecuencias de las penurias y del olvido, porque no han sido capaces de liberarse del sometimiento económico con el que los poderosos les esclavizan: los que controlan los mercados y son capaces de destruir alimentos con tal de que no bajen los precios; los que disponiendo de medios y autoridad para imponer una redistribución de la riqueza no mueven un dedo porque han sido sobornados y entran en el juego del envilecimiento.

Tal vez las atrocidades a las que nos hemos referido no se hallan en nuestro entorno, pero otras nos interpelan de cerca, porque llegan esas noticias que nos hacen abrir los ojos con espanto. No podemos ignorar los asesinatos de mujeres y niños, víctimas de la violencia de género; las que proceden de peleas por envidias, resentimiento o celos; las que emergen por luchas de bandas juveniles donde los cuchillos no tardan en aparecer… Tampoco son poca cosa las muertes y desolación que aparecen a causa de la droga, cuya introducción y propagación han sido provocadas por quienes consiguieron implantar un próspero negocio y no cejan en extenderlo cueste lo que cueste.

En fin, el menosprecio hacia la vida humana se manifiesta de mil maneras, sin que haya forma de parar esa lacra. Cada ser que llega al mundo merece atenciones y respeto, pero ¡qué poco les cuesta a muchos acabar con su preciada vida!