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Ayer fue mi cumpleaños. Celebré una nueva vuelta al sol y también festejé la vida. Constatar que el tiempo pasa muy rápido no es ninguna novedad. Tampoco lo es comprender que la vida transcurre en un instante y que somos criaturas minúsculas en el universo.    Una buena amiga me explicaba cómo solía quejarse a su padre. Le decía: «No hago nada bien. No sé cantar, ni tengo ritmo para bailar, me desoriento y me despisto, se me dan fatal las manualidades y no destaco en las artes. Está claro que, al ser la mayor, hicisteis una hija muy imperfecta». Su padre, que era payés, con el alma arraigada a la tierra y el pensamiento de un sabio, le respondió: «Sin embargo, sabes querer». Me pareció una gran respuesta. Aquel hombre le dio una lección de vida a su hija. Las habilidades y capacidades que poseemos son importantes.

Está claro que nos pueden facilitar la vida y hacernos mejores personas. Pero lo que de verdad importa, lo único que dejamos en este mundo es nuestra capacidad de amar. Recuerdo a mi abuela, que fue una maestra en el arte de amar. Murió a los noventa y cuatro años dejándonos sumidos en la añoranza y la tristeza. El día de su muerte me pregunté dónde estaban las toneladas de amor que me había dado, la generosidad y la ternura. La respuesta apareció con una claridad meridiana: su amor estaba en mí de muchas maneras, en forma de imágenes, momentos compartidos, frases que nunca olvidaré, confidencias y abrazos. Algo parecido me sucedió al perder a mi esposo. Podía sentir la fuerza de su amor y me parecía imposible que él se hubiese marchado. Hasta que comprendí que todos esos sentimientos se conservaban intactos en mi. Ayer fue mi cumpleaños. He vivido con aciertos y errores. Intensamente. Me equivoqué muchas veces, pero aprendí que solo el amor queda para siempre.