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Creo que en alguna parte he leído que el pintor Carlos Mascaró Florit considera que el tiempo se detiene en su estudio de Ferreries. Supongo que es cierto, al menos lo es si pensamos que el tiempo se detiene en sus cuadros. Veo que la mayoría son representaciones minuciosas de un momento pasado en el que se usaban vasijas, fogones, suelos de almagre, puertas viejas, paredes manchadas, armarios antiguos. Momentos en los que la luz se cuela en interiores donde el pasado se niega a dar paso al presente. Jarras de barro, pucheros de aluminio, suelos desiguales con reflejos casi mate. Pienso que, si el tiempo se detuviera, si desaparecieran los seres humanos sin daño alguno para la naturaleza los interiores de Ferreries serían así, más o menos como fueron en los años cincuenta. Ésa es la época en la que se paró el tiempo en los cuadros de Carlos Mascaró, supongo que cuando era niño. Todos queremos volver al tiempo de nuestra infancia, y los artistas pugnan por reflejarlo en sus obras. Carlos Mascaró lo consigue. Incluso capta el vaho de la cocina en las baldosas y alicatados de sus fregaderos. Un buen titular sería: «Carlos Mascaró, el tiempo detenido».

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Carlos Mascaró se declara ferviente admirador de Johannes Vermeer, el pintor de Delft, que era meticuloso como él, que pintaba despacio como él y con una dosis de paciencia y maestría inigualables. Algunos le han llamado «el pintor de la luz», algo que también podríamos aplicar a Mascaró. Pero Vermeer pintaba más escenas cotidianas, más figuras humanas, y pese a que se servía de la cámara oscura, contaba con menos avances técnicos. Mascaró tiene personalidad propia, tal vez por eso se le ha estudiado internacionalmente. Da sentido a sus obras, que son como fotografías llenas de detalles, no escatima esfuerzos para transmitir el mundo de sus recuerdos, pero se detiene en el ayer casi eufórico de un tiempo en que nos sentíamos totalmente protegidos. Matías Quetglas dijo una vez que él había empezado pintando como una monja. Se refería a la paciencia, pero también podríamos pensar en cuadros muy cercanos a la realidad. Aquella escuela del realismo español, que no era aséptico, como era el hiperrealismo americano, sino que tenía alma y era heredera de los pintores del Museo del Prado, aquella experiencia que todavía desarrolla el maestro castellano Antonio López, también se puede rastrear en las obras de Carlos Mascaró, pese a que su mundo es más amable, porque no solo de Vermeer vive el hombre.