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La aplicación del calificativo «social» a ciertos conceptos, lejos de ser, como aparenta, aparatosa, caprichosa o gratuita, persigue un doble objetivo: el legitimador y el alarmista. Así una protesta, que podría quedar en simple queja, se sobredimensiona al alcanzar la categoría de protesta social; el malestar que, en general, refiere a una molestia ligera, multiplica su potencia al enunciarse como malestar social; la seguridad se elefantiza al convertirse en social; la paz social contiene ecos de amenaza conflictiva; y la justicia desborda todo código hasta el sinsentido al convertirse en justicia social.

Aun conociendo el uso intencionado del adjetivo, no deja de resultar fantástico el cómo una mayoría, digamos, exigua, ajustada o meramente suficiente, estalla y se expansiona hasta lo abrumador y lo clamoroso cuando nuestros jerarcas la reivindican como mayoría social. Cualquier asunto, sea el que sea, queda zanjado bajo la referencia a la mayoría cuando la encontramos elevada a esta potencia. Por supuesto, da igual que la verdadera mayoría sea la de siempre: la que hace bastante ya quedó caracterizada con el significativo apelativo de silenciosa.

La semana pasada, presenciamos en el pleno del Congreso -celebrado en el Senado, que allí están de obras- el milagro de la conversión de una mayoría precaria y accidental en una exitosa mayoría social, que logró pasar dos de tres decretos y que si resbaló en el tercero fue a causa de unas riñas entre neo-cuñados de unas neo-familias que no acaban de ponerse de acuerdo en quién se queda con Errejón los fines de semana.

Es una lástima que esta entronización de la mayoría social se representase a trompicones y con los tiempos cambiados: antes, -en periodo inhábil, con el edificio cerrado por reforma y con los acuerdos, sin embargo, sin cerrar- durante, -con carreras por los pasillos, misteriosas reuniones en despachos prestados, manos cubriendo bocas, retrasos y aplazamientos- y después -dando a conocer el contenido de las negociaciones y sus efectos mediante un comunicado del grupo minoritario (last but not least) Junts, es de suponer que en nombre de la bendita transparencia y la sagrada rendición de cuentas-. Se compró lo accidental, el acceso justificado y el reparto de unos fondos volátiles que Europa y la OCDE no acaban de ver de aplicación a nuestra economía real, y se pagó con la sólida y duradera moneda de la promesa de unas transferencias que no habrán de volver.

Ya teníamos un poder judicial empantanado, interino y sospechoso; disfrutábamos de un ejecutivo riente, aventurero y vividor; ahora podremos añadirle un legislativo bullicioso, liante y ridículo. No resultará extraño que nuestra verdadera mayoría, la silenciosa, en contra de los deseos de la espuria y cacareada mayoría social, trate de desentenderse de esta política extractiva y partidista, consagrada a convertir lo mejor de nuestras instituciones y procesos en obligaciones y exigencias; en hacer de la virtud necesidad.