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El libro «La gestión del agua en Menorca», que recoge el contenido de las jornadas celebradas en el Ateneu de Maó en 2014, notas del Cercle d’Economia –la entidad que promovió su edición–, y artículos del ingeniero José Antonio Fayas, ha puesto en evidencia lo poco que se ha avanzado en mejorar y proteger un recurso que sabemos que es escaso pero que damos por sentado, como si no tuviera fin. En el marco de la presentación de este libro recopilatorio, que marcaba las prioridades en materia hídrica para los años venideros, Fayas fue cristalino y sentenció en una entrevista publicada por este diario que, desde aquel encuentro ateneísta, hace ya una década, «no se ha hecho prácticamente nada».

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Algunos de los ejemplos más sangrantes son las fugas de agua potable que persisten en las redes de abastecimiento; el hecho de que litros y litros de agua depurada sean vertidos al mar mientras continúa la sobreexplotación de los acuíferos; que se tenga que subvencionar con dinero público que algunos alojamientos instalen duchas en lugar de bañeras; que seamos líderes en piscinas (una por cada 10 habitantes en 2022) y riego de jardines, o que mantengamos pijerías como los lavapiés y las duchas en las playas, mientras nos gastamos el dinero en garrafas de agua para consumir porque los pozos se salinizan o rebosan nitratos. A todo ello se suma que hay nuevos proyectos urbanísticos a los que no se puede dar de beber, como esos doscientos chalés que se quieren construir en Sant Lluís y que Recursos Hídricos ya advierte de que antes tendrán que aclarar de dónde piensan extraer el agua para tanta vivienda.

En resumen, se ha hablado mucho pero queda todavía más por hacer, empezando por restringir los usos superfluos. Podemos ver cómo la sequía en distintos puntos de España está llevando al límite a agricultores y ganaderos y cómo está afectando ya al consumo urbano, e incluso se planea llevar agua desalada desde Sagunto a Barcelona. Situaciones de emergencia que deberían ponernos las pilas.