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Los que nos hemos criado en este entorno cultural mediterráneo, después heredado por la América latina, estamos obligados a creer en la familia como la institución más sacrosanta que existe. Ni la religión, ni el dinero, ni siquiera el amor o cualquier ambición profesional o ideología política pueden ponerse por encima de la familia. La sangre obliga. Por eso, quizá, exista ese drama silencioso que afecta a tantas parejas que no tienen hijos. Tradicionalmente se les ha despreciado y todavía hoy hay cierto resquemor contra ellas, como si les faltara algo, como si fueran vidas incompletas. Y la realidad es que hay familias y familias. Como en todo. Existen, claro que sí -o eso quiero creer- esas familias de película Disney en las que el apoyo mutuo, el respeto y un amor inquebrantable son las fuerzas que mantienen unido el invento. Otras de las que es mejor huir en cuanto se cumple la mayoría de edad.

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Y el resto, la mayoría, con sus altos y sus bajos. Algo que muchas personas olvidan es que compartir sangre no garantiza que ese otro individuo te caiga bien. Puede ser tu padre, tu madre, tus hermanos y hasta tus hijos. Nos ciega el amor por ellos, pero es bien posible que esa criatura que ha crecido bajo tus alas sea un auténtico energúmeno, mal que te pese. La violencia intrafamiliar ha existido siempre. Los abusos, también. El chantaje emocional es la especialidad de las madres. No tiene por qué ser un entorno saludable ni seguro. Por eso hay que cuestionarlo. Como cualquier otro. Lo que ha ocurrido en Castro Urdiales -parece mentira que en un lugar tan idílico pasen cosas horribles- nos pone en alerta. No había lazos de sangre, pero sí de amor, de devoción seguramente. Por parte de ella.