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En los concursos de la tele, en aquellos donde has de pulsar la letra a, la b, la c o la d, es fácil, con los nervios del momento, que un concursante se equivoque y apriete un botón que no quería. Eso podría ser una benévola explicación a lo que le sucedió a la diputada Rocío Monasterio en un pleno de la Asamblea de Madrid. La buena de Monasterio, condenada en su momento por realizar obras ilegales, pulsó un botón del escaño de un diputado de Vox, José Luis Ruiz Bartolomé, que había renunciado a su puesto poco tiempo antes y su sucesor, Javier Pérez Gallardo, todavía no estaba oficialmente en disposición de asumir el cargo. La diputada alega que le daba a todos los botones posibles y eso no se apagaba.

Pero, ¿por qué le daba a todos lo botones en ese preciso momento? ¿Y por qué no dijo nada hasta que los medios de comunicación ofrecieron el vídeo de su actuación donde se la ve inclinándose hacia el escaño y tocar un botón sin ningún tipo de pudor? Sin embargo, para ella un «fallo técnico» es como quitarse alguna mucosidad de la nariz y dejarla en el asiento de al lado como cuando íbamos al colegio y los pegábamos debajo del pupitre. También debía ser un «fallo técnico» firmar proyectos sin tener finalizada la carrera. El caso es que sucedió a la vista de todos pero la vista de todos no quiere entender lo que es un «fallo técnico». Pobre Monasterio, qué incomprendida debe sentirse. Ella, que simplemente ha votado por partida doble porque los votos de los suyos deberían valer mucho más que los de los piojosos de la izquierda, se siente injustamente cuestionada. Ella, que viste con elegancia, destila un exquisito savor faire que denota su condición, estudió en colegios cristianos donde aprendió a comportarse con distinción y se sabe el catecismo al dedillo, no debería dar ni un mínimo de explicaciones de sus actos a esos ingratos traidores a la patria que se venden por un bocata de atún a los independentistas y atufan a sobaco podrido.