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Ayer en la calle coincidí con la salida de algún colegio cercano y a mi espalda iban cuatro chavalillas chismorreando. Nada del otro jueves. Hasta que una de ellas soltó un airado «¡Hostia!». No era consciente de la edad que debían tener las chicas, así que me giré y comprobé que no debían llegar a los doce años, quizá diez u once. No sé si me indignó semejante lenguaje en niñas de Primaria, pero sí me sorprendió. Horas después leí en la prensa que una moza de doce años había dejado inconsciente a una compañera de instituto de una paliza en Madrid. Y recordé que días atrás se había armado cierto revuelo con las niñas del carnaval de Torrevieja que desfilaban con total desparpajo vestidas de putas. En fin, que parece que la infancia se termina muy pronto y enseguida tenemos una generación de niños-adolescentes-adultos que no me gusta nada.

¿Dónde queda la inocencia, el adorable candor de los niños? Pasan de creer en unicornios y hadas a liarse a golpes, lanzar improperios, fumar, alcoholizarse, entregarse al sexo como si fuera inocuo, enfermarse con el porno, sufrir… porque todo eso, más allá del subidón inicial y de la euforia que proporciona romper las reglas e incursionar en territorios prohibidos, genera un malestar tan profundo, un vacío tan pétreo que las consultas de los psiquiatras están llenas de chavalería incapaz de lidiar con la vida. Todos hemos tenido prisa por crecer, pero ante ese anhelo natural estaban unos padres, unos abuelos, unos maestros, una sociedad que nos paraba los pies en seco. Si dos generaciones atrás los que hoy son bisabuelos estaban ya en la fábrica, en el campo o en el mar a los diez años, ahora solo quieren hacerse mayores para el hedonismo. Sin conciencia.