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Según se entra, en la pared que queda a mano izquierda, el sadhu hindú, representado en el pulcro retrato albergado en moldura sacra, le da la bienvenida al visitante. La casa de Eugenia y de Carlos da a los cuatro puntos cardinales de Ferreries, en cuyo estudio que es espacioso y bien distribuido, Carlos Mascaró, pintor reconocido e inmensamente minucioso, trabaja a diario desde la madrugada mientras el mundo duerme... En su obrador habita un nimbo de paz que se acompaña de plurales colores trenzados, entre los cuales su inmortalizada mascota de color blanco de estirpe felina y pelaje suave y espeso, que al andar apoya solo los dedos, se desliza solemne sin importunar a nadie.

Su casa es su templo y también su despacho, presidido por una imagen episcopal de tamaño importante, con su casulla y su mitra, que imponen reverencia, que le confiere al ambiente un aire místico. El visitante se siente cómodo y bien acogido en esa zona de confort y no sabe, por lo mucho que observa, por donde mirar y asimismo se encuentra algo desorientado. No como Mascaró, que de ningún modo se pierde, pues se trata de su camino que descubre su luz y misterio en sus admirables lienzos colgados de las paredes de los que refiere sensibles anécdotas, que darían para un libro, que principian por sus manos, su don o gracia innata, y en las manos de las personas eternizadas, su legado.

Carlos habla despacio, con suavidad, y como un diplomático del Renacimiento mide amable sus palabras, y declara que, además de su ingénita vocación por los pinceles, siente devoción por los libros, que más que leer devora, que junto con sus cuadros invaden ordenadamente su morada. Y naturalmente también escribe, consecuencia del mucho leer, mimando el lenguaje y, aunque no se prodiga, prepara con la paciencia de un cartujo amanuense, con bella caligrafía, las conferencias y clases que le solicitan. Comunica con nitidez, porque le gusta lo que hace y domina el temario, el maestro...

Su otra gran pasión, explica, es viajar para aprender. Y habla del sadhu, que conoció y retrató en un viaje a la India, que puede verse según se sale de su casa, en la pared que queda a mano derecha, vestido de amarillo, como su entorno, que parece conferirle complacencia. Ese asceta, fielmente pintado por Mascaró, siga tal vez el camino tántrico o deseo de lograr la realización espiritual, con la penitencia y sin duda la austeridad, con alforja liviana, pues todo su patrimonio se recoge en la mochila que yace a sus pies. Y ese santón compartió con él su saber en la metáfora del prodigado cigarrillo, que es como la vida, que no debe malgastarse, enseñó, y sí vivirla con sosiego, deleitándose en cada aspiración, como con el roído pitillo, que debería fumarse sin ansia y atesorarlo y saborearlo, como la vida misma... Por su ceño fruncido parece escrutar el alma del visitante, mientras su mano derecha te saluda cuando entras y te despide cuando te vas. Su mano abierta insinúa calma, con bienestar y sueños compartiendo deseos; y paz en el adiós. Las manos de Carlos: su don o gracia innata...