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Ahora que el estruendo de los cañonazos ha acabado de apagar los ecos de las campanadas con los que en su momento decidimos conmemorar el final de la Guerra Fría, los diagnósticos del tipo «el fin de la historia» no solo se han venido abajo por completo, sino que están siendo coceados en los cincuenta y tantos conflictos armados que asolan el planeta. Dan buena fe de ello las dos guerras más mediáticas de la actualidad, especialmente mal comprendidas y peor explicadas desde la perspectiva equívoca de la historia lineal que nos legó la Revolución Francesa. Habrá incluso que replantearse la posibilidad de que todo sea, en realidad, cíclico; que la modernidad no acabe de ser más que un bucle accidental mal interpretado.

Los grandes criterios que debían enderezar el sentido de nuestra historia en una línea ascendente y direccional de progreso continuado, con su consecuente incremento de libertades, capacidades y derechos, están siendo, en realidad, cuestionados. Las revisiones no provienen, como en ocasiones anteriores, de decisiones ideológicas sobre la dirección y el empuje del avance. Se producen por una confusión forzada que implica a las bases mismas de nuestro sistema. Tendremos que revisar la fortaleza de los cimientos de toda nuestra construcción social, reconsiderar su importancia y aclarar sus definiciones, si no acabaremos por perdernos definitivamente en los bucles de una Historia voraz a la que parece complacerle el sacrificio de víctimas propiciatorias.

Precisamente en este marco de confusión de lo más básico, se ha instalado, con una fuerza demoledora, un embrollo entre derechos, garantías y privilegios que, desorientando a nuestra población, sólo parece perseguir el caos y sus consecuencias: la necesidad de más autoridad, más burocracia y más sobregobierno. Afortunadamente, los ilustrados, en su afán enciclopedista, nos legaron la mejor de las herramientas para aclarar las ideas, los diccionarios.

Un derecho es la «posibilidad legal o moral de hacer algo». Un privilegio es la «exención de una obligación o la ventaja exclusiva que se goza por concesión o por determinada circunstancia propia». Una garantía es la «seguridad o certeza que se tiene sobre algo». Son tres conceptos claramente diferenciados; y los tres son importantes hasta lo sagrado en la relación entre el individuo y el estado del que forma parte. Quien haya decidido confundirlos en un solo caldero y fusionarlos en una aleación pastosa e incomprensible, no sólo peca de aprendiz de brujo inconsecuente, también ejerce y practica, conscientemente, el pecado de demagogia.

Veamos, mediante un ejemplo práctico, el auténtico criterio con el que manejar apropiadamente estas tres nociones. Usted quiere ir a la Luna: ¿tiene derecho a hacerlo? Claro, usted debe disponer de la «posibilidad legal y moral de hacerlo». Impedírselo equivaldría a confinarlo como prisionero en nuestro planeta. ¿Debe el Estado darle garantías para la ejecución inmediata de este derecho? Pues, evidentemente no. ¿Debe garantizarle que usted hará ese viaje, sí o sí? ¿Debe, en definitiva, llevarle? Pues tampoco. La organización de su periplo corre completamente por su cuenta, igual que la «seguridad que se tiene sobre algo». Basta con no prohibirle el viaje en sí y con no crear una infinita maraña burocrática que le imposibilite la consecución de su objetivo. ¿Y por qué los astronautas sí tienen el privilegio de ir y yo no? Porque gozan precisamente de «una ventaja exclusiva por determinada circunstancia» que les confiere su habilidad profesional de la que, confesémoslo, usted y yo carecemos.

Entendido esto tan básico, pruebe la aplicación de este método ante otras demandas habituales de nuestra sociedad sobre cuestiones tan abrumadoras como la sanidad, la educación, la vivienda o la justicia. Encontrará resultados muy parecidos a los de nuestro lunático. Tenga especial cuidado ante calificaciones equívocas: la sanidad y la educación no son gratuitas, se pagan de otra manera, vía impuestos; la vivienda es todo lo digna que uno se puede permitir y la justicia no se concibió para resolver el posible problema social. No socavemos los fundamentos de nuestras propias estructuras buscando cosas que no hay ni puede haber. No corren buenos tiempos a la sombra del «más cañones y menos mantequilla» para andar jugando con fuego.