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Con nuestra inveterada tendencia a evitar el enfrentamiento personal y resolver las controversias ignorándolas, los ciudadanos de Balears somos un chollo para políticos sin escrúpulos y delincuentes de toda condición. Acostumbrados a charlatanes de diverso pelaje, lo que nos cuentan nos entra por un oído y nos sale por el otro, aunque nos afecte al bolsillo, porque lo que los isleños hemos pagado de impuestos lo damos por descontado, como si fuera un precio abonado para que nos dejen en paz.

Solo así se explica la relativa complacencia de algunos opinadores locales con el gigantesco latrocino orquestado por conspicuos socialistas aprovechándose de las urgencias y necesidades de lo más duro de la pandemia. No cabe mayor bajeza moral.

Pero, incluso entre nosotros, hay límites, y hasta un cachazudo aborigen balear tiene un umbral de indignación -extremadamente alto, como es de ver- a partir del cual resulta inútil tratar de convencerlo. Y ese límite ha sido rebasado de largo por Francina Armengol y sus palmeros, de manera que cada minuto que pasa aferrada a su sillón en la Carrera de San Jerónimo no hace más que chamuscarla más políticamente, y quién sabe si también en el orden penal.

Más allá de todas las incoherencias y disparates que la propia expresidenta de Balears y sus voceros han expelido estos últimos días para tratar de justificarse, me dejan perplejo dos cuestiones: La primera, que, a sabiendas de que les habían colado género inservible, se pagara a la trama de Koldo García con inaudita diligencia, y se emitiera un falso certificado de conformidad. La segunda, que se nos pretenda vender que Armengol no tuvo intervención alguna en este contrato. A otro perro con ese hueso.

Si una cosa nos intentaron transmitir durante aquellos arduos días de confinamiento fue que Armengol estaba al pie del cañón en el Consolat, jugándose el pellejo por todos nosotros, y que, por este motivo, y por el desgaste mental que le supuso aquella inédita situación -algo de lo cual no dudo-, debíamos perdonarle el ‘pecadillo’ de que la encontraran de copas a altas horas de la madrugada en el famoso Hat Bar, saltándose las normas que nos exigía a los demás.

Que la presidenta no sabía con quién se contrataban mascarillas por importe de 3,7 millones de euros no se lo cree ni el más acérrimo de sus acólitos. Que no conociera desde el primer momento que les habían endiñado chatarra inservible y sin homologar es pura fantasía. Que no acudiera al Juzgado de guardia a interponer una denuncia solo se explica porque el proveedor era socialista y venía apadrinado por su amigo Ábalos. Y, que tardara más de tres años en incoar un expediente de responsabilidad del contratista, cuando dicha acción pudiera estar más que prescrita, no tiene explicación razonable de ninguna clase.

El problema al que se enfrenta Armengol es que, si logra eludir las responsabilidades penales y acredita no haberse enterado de nada, el daño para su ya dilatada y amortizada carrera política es exactamente el mismo. Tanto da un político corrupto que uno que se confiesa absolutamente incompetente, en ambos casos el juego ha terminado.

Francina Armengol no puede estar un minuto más al frente de una institución tan relevante como el Congreso de los Diputados.