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Escribir es pensar con precisión. A veces no sabemos qué pensamos hasta que lo escribimos. Escribir es escuchar nuestra propia voz, es hablar con nosotros mismos, con ese doble con el que tenemos que convivir. Es escarbar, es arrojar luz sobre algo oscuro, sin forma. Es trabajar la piedra, el barro, avanzar a martillazos, a paladas, a golpes de intuición. Escribir es acercarse al secreto, un secreto que puede quemar como el hielo o que puede hacernos reír como un chiste susurrado en mitad de un funeral. Es quitarse las ataduras, los miedos, las legañas, es decir aquello que no sabíamos que queríamos decir.

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A veces escribir se parece a gritar en una habitación vacía, cerrada. Escribimos para pasar página, aunque nunca terminemos de hacerlo. Escribir es encontrarnos con nosotros, es sentarnos frente a la pantalla del ordenador mientras todos duermen e imaginar que tenemos el control sobre algo. Escribir es esa medicina que nos prescribimos sin receta para curarnos de esa enfermedad llamada ‘escribir’. Escribir es todo esto, sí, y alguna cosa más.