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Quiero dedicar unas líneas a un colectivo de mujeres que se merecen que se les preste atención. Se trata de las que a lo largo de la historia se han mal llamado desadores, criadas de sala, ayudantas de cocina, niñeras, y podría seguir ampliando la lista con las que iban a lavar por las casas, a las que llegado el invierno se les transformaban las manos (mírame y no me toques). Seguramente alguna persona mayor recordará el escalofrío que producía observarlas.

Las mal llamadas desadores antes de nacer ya estaban predestinadas a las desventuras que les esperaban. Por regla general, las familias numerosas  no disponían de capital para la crianza de hijos y por el contrario ignoraban qué santo de la iglesia les bendecía para tener tantos, apenas nacido el último, la esposa ya esperaba otro. Tal cual lo dejo. Según los entendidos, no conocían remedio alguno. Por ventura salió a la palestra el llamado método ‘Ogino’, con el que, por cierto, tantos niños nacieron.

La historia podría finalizar explicando que aquellas niñas no jugaron a cocinitas, las prácticas las hicieron en los fogones de las casas pudientes, cuyas familias les preparaban un cajón para que pudieran llegar a la pila donde fregaban s’escudellam, platos, cacerolas, ollas y demás, con un estropajo, valiéndose de las cenizas apagadas del fuego. Por suerte no contaminaban. Me duele en el alma lo que un día recogí de una de las hermanas de mi padre, la tía Isabel, la que quedó soltera, la que las lenguas largas decían que no estava bé des cap. Nada extraño, un golpe en la cabeza cuando apenas tenía 3 años, la carencia de lo básico, la falta de un psicólogo, etcétera, la llevaron a esas circunstancias. Al fallecer el doctor Mir de sa Raval, uno de los médicos indiscutibles en nuestra ciudad de aquellos tiempos, me explicó lo que verdaderamente había padecido, pero ya era demasiado tarde, el sepulturero y su ayudante aguardaban en el porche de la ermita resguardados de una fina lluvia que en aquellos instantes iba cayendo. Una vez más la tía Isabel se encontraba aguardando para llegar a su último destino, allí dormiría en paz, sin gritos, incomprendida, Dios sabe de qué mal, como me había hablado el doctor Mir Álvarez.

Por fin el tiempo cambió, el cielo quedó despejado, los nubarrones se vieron combatidos por unas nubes de tonos azulados y emprendimos la marcha, fuimos muy pocos los que atravesamos el largo pasillo donde tan solo se escuchaba el chirriar de las ruedas de la carretilla. Marcaba la marcha el ayudante del lugar portando un humilde ramo compuesto de ‘septiembres’, así llamaban a aquellas flores entre lilas y azuladas, montado por la señora Andrea, florista de la calle de San Juan, esquina con San Carlos. Al llegar frente el nicho donde esperaban, desde muchos años atrás, sus padres, un hermano de diecinueve años y la ‘tía Isabet’ de Fornells, el cura abrió su misal y cuantos nos encontrábamos fuimos respondiendo. Se me había olvidado el sacerdote, que era conocido por ‘el senyor Rincó’.