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Una amiga me explicó el otro día que había decidido no conocer a más gente. ‘Stop amigos’ era su nueva consigna. Aseguraba que no podía más: entre el trabajo, la familia, los amigos de toda la vida, los de la universidad, los del gimnasio, los del trabajo… No le daba la vida para tener relaciones de calidad con sus seres queridos. Tenía citas pendientes que posponía continuamente, celebraciones a las que llegaba tarde y sin aliento, personas que echaba de menos porque no conseguía encontrarles un hueco en la agenda. Había decidido poner un cerrojo a su vida y no dejar entrar a nadie nuevo.

Puedo entenderla. Cuando somos adolescentes, los amigos son el centro de nuestro universo. Nos encanta ampliar el círculo de nuestras amistades porque nos comeríamos el mundo sin dudarlo.
A medida que maduramos, nos centramos en la profesión y la familia. Los amigos continúan siendo fundamentales (a veces constituyen incluso nuestra propia familia también), pero la vida adulta está llena de ocupaciones y condicionantes. Es muy complicada.

El paso del tiempo nos hace escoger. Hay personas que nos acompañan siempre. Les conocimos siendo criaturas y han crecido con nosotros. O nosotros con ellas. Hay otras personas que nos acompañan durante un tramo del camino, hasta que la vida nos aleja. Están los íntimos, los de toda la vida, los meros conocidos, «los saludados», como decía el escritor Josep Pla. Habrá quienes nos dejen una huella imborrable y quienes no nos dejarán ni un vago recuerdo. Habrá quienes sean un verdadero regalo, mientras otros se convertirán en un castigo.

Mi amiga decidió no conocer a nadie más. No quería sustos, sorpresas ni emociones nuevas. Estaba harta de descubrir que, a menudo, la gente nos decepciona. Estaba dispuesta a poner límites y barreras para evitar el sufrimiento. Amar a menudo es sinónimo de sufrir. Pude entenderla, pero no me la creo. Aunque se lo propongan, los espíritus inquietos siempre dejan una ventanita abierta por si se asoman los demás, los que valen la pena.