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La geología es muy lenta, sus eras abarcan cientos de millones de años, y la escala humana apenas ocupa el último segundo de su historia. Sin embargo, cuando el Nobel de Química Paul Crutzen inventó en una discusión científica en el 2000 el término geológico antropoceno para designar nuestra era, que hasta entonces llamábamos holoceno, todo el mundo científico se puso de acuerdo en que la influencia de los humanos sobre el planeta, siquiera como aviso y señal de alarma, bien merecía bautizar una nueva era geológica. También la prensa se mostró encantada con el concepto, y empezó a popularizarlo, porque nada nos gusta más que darnos importancia; hasta a la hora de confesar errores y mostrar arrepentimiento, han de ser errores grandiosos, planetarios, de naturaleza geológica similar a la tectónica de placas, la vulcanología o los impactos de asteroides. Al planeta, naturalmente, le dio igual. Así que se escribieron miles de tratados, estudios y artículos sobre el antropoceno, hasta yo redacté algunos, y recuerdo que hace poco incluso nos enteramos de la fecha exacta en la que dio comienzo esa aciaga era geológicamente humana. 1950, justo el año de mi nacimiento. Por un momento me sentí más importante que Aristóteles.

Históricamente, quiero decir. ¡Nacer con una nueva era! Era que por cierto, según las recientes noticias, ha durado poco más de 20 años (poco más de 70 si contamos desde el presunto inicio), porque ahora que todas las ciencias habían asumido el término, los geólogos, en decisión polémica pero menos presuntuosa y antropocéntrica, han determinado que no, que seguimos en el holoceno. Jodidos, con el planeta maltrecho, pero en el holoceno. El antropoceno fue una birria de era, una moda geológica. Excelente noticia, porque si nacer con la era es signo de distinción, algo de lo que no todos pueden jactarse, sobrevivir a ella ya es la leche. Voy a durar más que la última era geológica. Todo lo cual pone de manifiesto dos verdades. Que si no podemos cambiar las cosas, cambiamos los nombres de las cosas. Y que hasta cuando la cagamos y queremos enmendarlo, persistimos en darnos demasiada importancia. Antropológica y hasta geológica.