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Emil Ludwig resumía el inicio de la Primera Guerra Mundial -esa guerra que, de verdad, se llevó por delante a Europa- como un conflicto entre unos pocos ancianos que se conocían, se odiaban y habían tenido que cenar muchas veces juntos, que decidieron enviar al matadero a unos muchos jóvenes que no se conocían, no se odiaban y, desde luego, ya no cenarían nunca juntos. La fórmula mantiene su completa vigencia a pesar de que los escenarios de los mataderos de hoy en día no nos resulten tan identificables como las cenagosas trincheras de aquella guerra o los relampagueantes combates de tanques de la Segunda.

Pero estamos de nuevo admitiendo la posibilidad de marchar a la guerra. De hecho, ya participamos en ella equipados mentalmente con solo dos simplezas: Putin es un señor malísimo que únicamente descansa de tiranizar al sufrido pueblo ruso cuando encuentra a su alcance otro pueblo al que aguijonear, y Rusia quiere tragarse a Ucrania con la misma voracidad con que Alemania devoró a Polonia en 1939. Por supuesto, no nos hacen falta los detalles sobre la voluntad de los habitantes de las provincias orientales de una Ucrania cuyas fronteras nos costaría identificar, desconocemos por completo la historia de Crimea y hasta nos falla la memoria propia sobre cuándo y por qué Ucrania dejo de formar parte de todas las Rusias. Nos encaminamos a un futuro incierto y cuajado de peligros, enviando material bélico para que se maten otros, para que destruyan otros, mientras entonamos salmodias sobre la defensa de una democracia que subirá sus ya exorbitantes impuestos para convertirlos en desolación y muerte.

¿Dónde están ahora todos aquellos manifestantes contra la guerra que, no hace tanto, colapsaban las ciudades denunciando los turbios manejos imperialistas en el Golfo? ¿Qué se ha hecho de aquellos chiquillos que a hombros de sus padres enarbolaban banderas de paz? ¿Ya no les preocupa la paz en el mundo? ¿Ya no consideran necesario que los pueblos griten a sus gobernantes que no les dejarán enredarse en guerras y masacres? ¿Están demasiado ocupados, aquellos pocos que conservan cierto espíritu, asistiendo a demostraciones contra uno u otro de los bandos en cada guerra?

Porque ahora es cuando harían falta. Ahora es cuando haría falta un verdadero pacifismo basado en un auténtico «No a la Guerra» -no, por tanto, a ninguna resolución de conflictos mediante las armas- que no adoptase más bando que este, sea cual sea la guerra de la que se hable y de nuestras simpatías personales por uno u otro de los lados. ¿Pero creen ustedes que a estas alturas estamos para semejantes zalemas? ¡Con la de problemas serios que tienen nuestros gobiernos! Estos tiempos no están para idealismos. Nadie sale a la calle para defender una idea; se sale para abochornar al otro y para defender lo nuestro.

Y, por supuesto, mejor no hablamos de ello. Todo lo que puedas decir podrá ser usado en tu contra, te identificará como agente a sueldo de alguna de las potencias implicadas y te complicará la vida.    Mejor seguir el ejemplo de aquellos que ven la guerra en los telediarios y financian con sus impuestos la devastación organizada. Aquí que no hable ni el Papa.